viernes, octubre 08, 2004

¿Y las tumbas que no tienen nombre?

Para el ocupante de la tumba 709 (sin nombre)
Cualquier cementerio del mundo
Tercer callejón del olvido sin número


En la órbita infinita de mi propia soledad, 2 de noviembre de 1998


Estimado señor:
Hoy me atrevo a escribirle aún sin saber si la llegada de mi carta será vista con buenos ojos o recibirá de inmediato la desaprobación de su persona. Me presento ante usted pretendiendo aliviar, aunque sea un poco, la soledad que intuyo se respira en medio de la tierra. Allá abajo no se ve más que la oscuridad y aquí arriba las cosas no pintan de otro color. Espero sinceramente me perdone el atrevimiento, no quise (si lo hice) haber interrumpido el descanso de su alma. Sin embargo, no supe que hacer cuando lo vi en medio del sembradío de cruces mirando sin cesar como llegaba la algarabía silenciosa de los cirios nuevos y la alegría sincera del cempasúchitl.

He visto su tumba infinidad de veces y siempre está triste, llena de herrumbre y con la hierba cubriendo cada espacio. A veces, entre la tierra caliente y la cruz de madera que irremediablemente comienza a pudrirse observo a una lagartija que inmóvil describe el movimiento del sol. No se qué sentiría yo si sobre mi cuerpo se paseara impunemente una lagartija. Perdone mi ignorancia acerca de lo que pueda sentir, en el mundo en el que habito ahora la gente cree que las únicas sensaciones posibles son las captadas con su cuerpo. No sé que decir, en este punto la garganta se me cierra al percatarme de que en verdad no he justificado la razón de mi carta.

Me da vergüenza descubrirme, ante los desconocidos nunca he dejado de sentir cierto pudor. Sin embargo, hablando con usted, con esa máscara sin rostro que me observa sin esperar gran cosa, sé que estoy a salvo. Sé que podré hablar sin escuchar reclamaciones o consejos estúpidos de gente a la que creo conocer y que sólo están junto a mí esperando obtener un beneficio. Sin embargo a usted lo conozco, lo he visto mil veces pasear distraído por el sendero de piedra que cruza el cementerio, lo he visto agacharse a recoger una hoja muerta que es culpable de suicidio al arrojarse de un árbol, lo he visto huir de las miradas que descubre, lo he observado sentarse por horas sobre una lápida de piedra y escuchar atento la música de un piano que lejano repta sus recuerdos, lo he visto llorar con esas lágrimas que no existen pero que igual destilan un dolor que deja la boca seca, lo he visto regresar a la oscuridad, enfundarse en esa gabardina gastada de la noche y correr presuroso hacia la tierra que se abre a su paso como yo logro cortar el aire en el que corro.

Es triste la soledad, no cabe duda. Soy un visitante asiduo de panteones. Me gusta caminar sobre la tierra que a mi paso se vuelve cada vez más blanda. Sin embargo, y a pesar de la tranquilidad que se respira en este sitio, nunca encuentro paz, sigo siendo por siempre el perseguido. Me busco en los rostros y no me encuentro por ningún lado, cuán ciertos resultan los versos de Bonifaz Nuño: Algo se me ha quebrado esta mañana / de andar, de cara en cara, preguntando / por el que vive dentro. No me había encontrado hasta este momento en que le escribo para descubrirme a mí mismo. No se sonría, en realidad sólo quiero que me escuche, que al pasar sus ojos sobre estas líneas encuentre una razón más para querer escuchar a este tipo que moja el papel con sus lágrimas.

Sé de su dolor por el dolor mismo, reconozco esa mirada que ve con las cuencas vacías, esos sollozos en silencio, esos reclamos gritados sin hallar consuelo, sé de la ausencia más que de mí mismo. No tengo derecho a preguntar el motivo de sus penas y no lo haré. Yo contaré mi historia y espero que con eso, usted disculpe todos los atrevimientos. Mi historia es triste y violenta, ¿qué muerte no lo es?, y sin embargo, confió en que usted sabrá escuchar atentamente y me comprenderá y entonces sabrá porque le aprecio.

¿Alguna vez estuvo enamorado?, ¿alguna vez supo del placer indescriptible de los besos?, ¿de las manos explorando al viento?, ¿de los cabellos que se enredan en el alma y enredados no los desprende el recuerdo?, ¿Sabrá un poco de esto?. Yo creo que sí, creo que su pena y su actuación sólo pueden corresponder a una situación parecida a la que yo estoy viviendo. La amé mucho señor, la amé como solo un demonio puede amar en el infierno, con pasión, con rabia, sin entendimiento, la amé tanto y ella me correspondió. Me dio un juramento, su vida, su amor envuelto en un ramo de promesas, su corazón encendido en la pasión que solo nosotros supimos separar del deseo. La quise tanto como se quiere al mar en el ocaso y ella me amó. Dirá que soy un cursi, que mi llanto no vale lo que pienso y no es así. Tan grande fue mi amor por ella que mi dolor no es ni la mitad de aquello.

Está muerta y no sé dónde se encuentra. Un día salió de viaje y tomó el avión equivocado. Se fue al cielo esperando volver y no lo hizo. Una tormenta, un rayo, el sol, el silencio. Nadie sobrevivió a eso, los pedazos del avión quedaron flotando sobre la superficie del mar que enfurecido lanzaba lengüetazos de agua al firmamento. Hoy está muerta y no sé dónde está. Ni siquiera tiene una tumba, como usted. No tuve el derecho de derramar mis lágrimas sobre su féretro. Y estoy tan solo que no puedo seguir viviendo, pero también soy cobarde y no me decido a terminar de una vez con esto. Por eso le escribo, porque para mí representa un consuelo saber que hay alguien a quien nadie visita, un abandonado, como yo. No crea que al decir esto me alegro, no. Solamente creo que podríamos ser buenos amigos, platicar de vez en cuando y tal vez, si usted quiere, podría contarme qué es lo que le causa tanto duelo.

¿Qué es el tiempo? Una broma infame de alguien que no supo apreciar el sufrimiento. ¿Cuánto tiempo lleva ahí sin que nadie se digne dirigirle una mirada? ¿diez años, cien, quinientos?. No lo sé. Ayer fue Día de Muertos. Vinieron familias enteras, todas traían ramos de flores, incienso, veladoras. Limpiaron las tumbas de sus muertos y se fueron fumándose la hierba y la ceniza. Desaparecieron. Y su tumba siguió igual, llena de musgo, de hierba, con ese nombre que no se puede adivinar, donde borroso se puede leer un ‘José’ pero de ahí no hay más que el silencio. Entonces lo comprendí. Supe que aquellos largos paseos tenían algo que ver con esto. Nadie lo recuerda. Nadie sabe, quizá, donde se encuentra. El olvido ha sido el ataúd más perfecto. Y no me pude contener, lo siento. Lloré sobre su tumba al recordar que yo ni siquiera eso tengo.
Espero disculpe lo que estoy haciendo. Esta mañana pasé por un azadón y una pala, estoy arrancando la hierba y limpiando un poco este desastre. No quiero que mi amigo tenga frío y he traído un poco de cera y una cruz nueva donde me he permitido no poner ningún nombre. Al fin me he encontrado y espero que el recuerdo deje de perseguirme. Sobre su tumba, si no le importa y después de un Padrenuestro, me fumaré un cigarrillo. Aquí lo espero.

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