lunes, noviembre 21, 2005

En un lugar de La Mancha... urbana

En un lugar de La Mancha... urbana de cuyo nombre no puedo acordarme, pero que para más señas estaba por el metro Tacubaya, cayó del cielo un caballero llamado Don Alonso Quijano, cuya cabeza estaba lo suficientemente mal como para creerse el ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha. Fue tal el golpe que recibió en la cabeza que durante un momento estuvo sumamente aturdido. En cuanto recuperó algo de compostura, se dio a la tarea de ubicar el lugar exacto en el que se encontraba. Volteó hacia todos lados pero por ninguno pudo encontrar a su amigo Sancho.
     -¡Sancho! ¡Sancho! ¿Dónde os habéis metido?
     Y fue tanto su gritar y tan grande el alboroto que causaba, que uno de los dueños de los puestos de discos piratas procedió a amonestarlo.
     -¿Pus qué onda, ruco? Lléguele a gritar a otro lado. Si está buscando a un “sancho”, pus nomás déme la dirección y atendemos su pedido.
     -¿Pero qué extraña lengua es esa que estáis hablando? Pongo a Dios por testigo de que no os entiendo nada de lo que me decís.
     -¡Chale! ¿Y este güey de donde salió? Habla como en los programas del “Nachional Yiografic”.
     -¡Calla! Gente soez y de baja calaña, que si no me dais noticias de en qué lugar me encuentro y que diabólico hechizo habéis puesto sobre mí, os juro por la memoria de Amadís de Gaula y de mi dama Dulcinea del Toboso, que os haré pagar tamaña insolencia.
     Y diciendo esto, nuestro extraviado caballero procedió a tomar la ruinosa lanza que tenía en sus manos y a señalar con el desgastado filo la nariz prominente y llena de barros del, ya a estas alturas, harto comerciante de música de similares (“lo mismo, pero más barato”).
     -¡Pus qué tranza! Aliviánese ruquito, que si se pone tan acá, orito llamo a la bandera para que se lo abarate. ¡No se pase de lanza!
     -Mi única bandera es la que trabaja para que los débiles y puros de corazón tengan justicia. Para que los abusos de los poderosos sean puntualmente castigados. Para que las damas princesas en peligro tengan en mi brazo a su principal defensor. Para que el nombre de mi dama, Dulcinea del Toboso, resuene en las cuatro partes conocidas del mundo, de éste y el Nuevo allende los mares atlánticos. ¿Que no traspase mi lanza? Sólo traspasará tan abultada tripa de caballero tan necio y falto de respeto por las leyes de caballería.
     Y sucedió entonces que, justo cuando el enflaquecido caballero se disponía a asestar un feroz golpe, vino una turba de gente que, sin previo aviso, comenzó a arrastrarlo hacia dentro de un agujero abierto en la tierra. El caballero se retorcía sin poder detener el empuje de tan insolentes personas. Empujaban como si estuvieran poseídos de una fuerza sobrehumana.
     -¡Deténganse! No se interpongan en mi camino, que he de dar puntual castigo a ese villano. Seguro tiene de aliado a mi enemigo Frestón. Malhalla villano más escurridizo y poderoso. Sólo espero algún día verlo frente a frente para asestarle un mortal golpe con esta mi espada justiciera. Pero, ¿es que estas escaleras no tienen fin? Seguro conducen al mismísimo infierno. ¡Preséntense demonios que no os temo ni por un momento! ¡Señora Dulcinea, asístame en esta aciaga hora!
     Y así fue como el ingenioso hidalgo fue arrastrado hasta el interior de esa cueva y llevado ante lo que parecía el foso seco de algún castillo. Una multitud se apiñaba frente al foso, como entre dudando de arrojarse a aquel cauce seco o permanecer en la orilla mirando las fauces de una cueva que se perdía en su propia oscuridad. Todo estaba en silencio, por eso fue que el rugido se escuchó gigantesco, amenazador. Un sonido que obligó a todos los que estaban en el andén a voltear hacia una de las orillas de la cueva iluminada. Entonces fue que lo vio.
     -¡Por todos los hechiceros del mundo!- gritó don Quijote- ¡así que es verdad que existen! Malhalla la hora en que te habéis topado conmigo, indómito dragón, que yo tomaré vuestra cabeza, deshojaré una a una tus escamas y me haré una armadura que me haga invulnerable. Anda demonio alado, ¡aquí os espero!
     Y diciendo esto, echó mano a la espada y se puso en condición de combate. Fue entonces que el que él llamaba dragón se paró justo frente a sus ojos, se abrieron sus entrañas y de él comenzaron a salir gentes de todos tamaños y semblantes. Después de esto, la gente que había estado en la orilla del foso comenzaron a introducirse en los estómagos del monstruo. Fue tal la indignación del anciano y flaco caballero, que enseguida arremetió con golpes de espada en uno de los costados de la bestia.
     -¡Vamos, dragón endemoniado! Dejad libre a esta pobre gente. Arrojádlas hacia afuera. Tu interminable apetito acabará por dejar deshabitada toda la faz de la tierra.
     Y así fue que, mientras más atacaba a la bestia, más podía ver como entre agua las caras llenas de asombro de los que habían terminado en la panza del dragón. Y con más fuerza era que el caballero atacaba. El monstruo entonces cedió. Las puertas se abrieron ante la algarabía de don Quijote, pero, ante su sorpresa, ninguno de los pobres seres atrapados dentro del dragón se atrevían a dar un paso fuera. Antes alguno, incluso lo llenó de palabras que parecían inconformes.
     -¡Pinche mariguano! Deja que la gente se vaya a trabajar.
     -Que alguien se lleve al loquito para el maniquiur.
     -Pobre hombre, seguro que acaba de perder su empleo.
     -¡Futa! Lo que me faltaba.
     -Mira vieja, se parece a tu papá.
     -Llégale a darte un baño, carnalito. Hasta acá se huele tu presencia.
     Al mismo tiempo que don Quijote trataba de entender aquello que le estaban diciendo, cuatro brazos fuertes lo asieron por las axilas y comenzaron a arrastrarlo hacia fuera de la cueva. El caballero de la triste figura se revolvía como si fuera un tlaconete con sal, pero sus captores no parecían estar dispuestos a dejarlo ir.
     -A Central, A Central, tenemos un 45. Lo llevamos a la sala de interrogatorio. Cambio.
     -No, pareja. Estamos a punto de ir por las tortas, no nos queda tiempo para interrogar a nadien. Sáquenlo pa’ fuera y nomás fíjensen que no se vuelva a meter pa’ dentro. Nosotros estamos 25. Repito 25. Cambio.
     -Copiado, pareja, copiado. Lo dejamos en 32 y le llegamos a las de chorizo con huevo. Cambio.
     -¡Soeces!, ¡malandrines!, ¡baja ralea!, ¡chusma inmunda!- don Quijote se desgañitaba tratando de que los guardias lo dejaran en paz. Sólo consiguió hacerse rasguños y dislocarse un brazo.
     La humanidad del Quijote dio contra el suelo de atroz manera. Fue tal su mala suerte que cayó dentro de un desagüe apestoso mal llamado coladera. En ese malhadado trance estaba, cuando se dio cuenta que de su espada no había señal y que todos sus pertrechos marciales habían resultado inútiles ante la embestida de los agentes del mal que lo habían sacado de aquella tremenda cueva y que le habían arrancado el triunfo de su investidura contra el dragón naranja que a punto estuvo de rendirse.
     -Ni siquiera el Caballero de la Blanca Luna hubiese podido derrotar a tan horrorosa y malvada criatura como yo estuve a punto de hacerlo. ¡Maldito Frestón! ¡Me habéis arrebatado el triunfo que por mis propios merecimientos había ganado! ¡Dios quiera que nunca te vea a los ojos porque entonces usaré tu capa para lavarme las narices y tu rostro para pulir mis sandalias!
     Dicho esto y saliendo de la coladera en la que había caído, Don Quijote comenzó a mirar a su alrededor y quedó en una estupefacción insólita, es decir, quedó completamente apantallado.
     -Juro a Dios que debo estar soñando. Por donde quiera miro castillos con ventanas de hielo y carrozas que avanzan sin bestias que los tiren. Hechizados deben de estar por cuanto arrojan humo por el trasero y rugen horriblemente en sus escapadas. ¡Señora Dulcinea, por cuanto si esto no es sueño, te pido que me asistas y que si muriera buena sepultura me dispusieses!
     -Te puedo asegurar que soñando no estás. Esto es tan real como que tanto tú como yo no tenemos ni en qué caernos muertos. Tan real como que a nadie le importa y, sobre todo, tan real como que yo te estoy viendo y tú a mí. Acércate y toma de esta botella que su contenido en algo habrá de apaciguar tu dolor.
     El Quijote revolvióse hacia su espalda, justo de donde había oído partir la voz. Tuvo que bajar los ojos para encontrar los ojos del dueño de aquella reflexión medianamente entendible y a todas luces, lúcida. Y entonces fue que vio a un hombre viejo que se acurrucaba contra la pared y que despedía un olor que al Quijote le pareció que no desentonaría en ninguno de los establos que había conocido. El rostro lleno de largas barbas blancas en donde podía adivinarse lo que podría ser, según don Quijote, algún tipo de alubias. La cara quemada por el sol dejaba observar unos ojos que aún entrecerrados adivinaban una mente saludable. El cuerpo lo tenía cubierto con un sarape de Saltillo que don Quijote confundió con la armadura del mismísimo Lanzarote. En sus pies cohabitaban un tenis de marca reconocida con un huarache de suela de llanta. El Caballero de la Triste Figura lo reconoció enseguida como compañero de armas. Así que sin pensarlo más, extendió la mano y tomó la botella que aquel hombre le ofrecía.
     -Alborozado me siento, muy señor mío, de encontrar en este sitio un compañero de armas y del noble oficio de la caballería andante. Porque caballero tenéis que ser para ofrecerme así, sin más dilación, el bálsamo de su charla cuando todos los demás me la niegan ostensiblemente. Hechizados deben de estar para ignorar así a sus semejantes, pero no os preocupéis, que ya veré la manera de romper tal hechizo.
     -Caballero soy, mi estimado amigo, aunque he visto mejores tiempos. Andante también, más por necesidad que por gusto. Los policías me corren de cualquier lugar en el que establezco mi residencia. Y mi charla la ofrezco a quien me quiera escuchar, que tiempo y disposición es lo que me sobra. Hasta ahora sólo los perros me escuchaban.
     -Pues mal harán aquellos que os nieguen su oído que a pesar de tener un raro acento, las cosas que dice están llenas de claridad. ¿Qué es lo que lo ha traído a tan lamentable estado?
     -La macroeconomía, la globalización y las malas administraciones gubernamentales. Por ellos no tengo casa, ni trabajo, ni comida.
     -Poderosos contrincantes deben ser, cuando os han puesto en penitencia y ayuno. Pero eso es algo que, a larga vista, no nos importa a nosotros los caballeros andantes. Cuénteme su historia, que así yo tendré el honor de compartir mis experiencias y aventuras ante su merced.
     -Mi historia comienza con el catorceavo error de diciembre, en ese entonces era un reconocido profesor de literatura que laboraba en una escuela de reconocido prestigio que tuvo que cerrar porque se pensó que la educación nomás producía gente sin oficio ni beneficio que lo único que aprendía era a pensar. Cuestión muy peligrosa para los poderosos. Fui corrido de ese lugar porque se me ocurrió organizar foritos y actividades para que los menos afortunados y más jóvenes pudieran iluminarse con las luces inextinguibles de los libros.
     -Luminosos los libros, mi muy señor mío. Comparto su opinión y comparto la misma maldición. Un hechicero declarado eterno enemigo hizo desaparecer toda mi biblioteca. Larga historia y desafortunado destino el de aquellos volúmenes tengo en la memoria...
     -¡Ignorantes! ¡Pérfidos! ¡Hijos de mala madre aquellos que alejan a los hombres de los libros! Son como ratas esperando el juicio final para terminarse los restos del mundo... ¡Usted disculpe...! No me pude contener. Total que después de haber sido echado de ese lugar de conocimiento, perdí todo lo que tenía: mis libros, discos, películas, muebles, auto, casa, amigos... Hasta que por fin acepté mi destino y me dediqué a vagar por las calles, a mendigar un pedazo de pan, a buscar un rincón cálido en el cual pasar la noche. En fin, una historia triste, pero igual a muchas historias en este mundo. Pero, a todo esto, he acaparado la plática y usted no ha dicho nada, ¿cómo es que ha llegado aquí?
     -Me ha arrojado un gigante al que he atacado en medio de un campo de trigo.
     -¿Un gigante?
     -Sí, un gigante. Movía sus cuatro brazos de manera espantosa. Lo ataqué de frente, me dio un golpe traicionero y, segundos antes de tocar el suelo, aparecí en este lugar endemoniado.
     -Historia interesante. ¿Puede contarme más?
     -Por supuesto.
     Y fue así que el caballero andante y el vagabundo parlante se pusieron a platicar de la historia de don Quijote. Y en el relato aparecían dragones, castillos, gigantes, el buen Sancho Panza, la de belleza sin par Dulcinea del Toboso, caballeros de la Blanca Luna, hechiceros, princesas en peligro, hombres esclavos a los que había que liberar, reinos conquistados, ejércitos enormes vencidos, nobles encantados y miles de maravillas de las que pasaron hablando toda la noche, ayudados contra el frío por un montón de diarios y alguna cobija mugrosa que el vagabundo sacó de entre sus cosas. Y fue así que amaneció y que don Quijote se paró de inmediato en cuanto algo que parecía el sol se asomaba por el horizonte. Una inmensa neblina lechosa impedía disfrutar de los rayos del sol de manera decente. Aún así, don Quijote quiso emprender camino.
     -Y hacia donde dirigirá sus pasos, si se puede saber- le increpó su nocturno compañero.
     -Necesito ir hacia el Toboso a pedir consejo y bendiciones a mi señora Dulcinea.
     -¿El Toboso? No sé por donde queda. ¿Así se llama la colonia?
     -Teniendo a mi señora en él, debería de ser el reino más poderoso de la Tierra. Sin embargo, creo que antes debo de hacer más méritos. Tengo que ayudar a los desvalidos, los débiles y los pobres. ¿Dónde cree que encuentre a estas personas?
     -¿Débiles, pobres y desvalidos? Pues bien que ha calculado el lugar al que llegó. Aquí encontrará millones de ellos. Cualquiera de esos micros lo llevaría hasta lugares en los que abundan sus pobres y desvalidos.
     -¿Micros decís?
     -Transportes... carrozas... ésos que ve allí.
     -Pero, ¿no están endiabladas esas criaturas que ni animales parecen?
     -Las criaturas no, pero créame que aquellos que las conducen deben de estar poseídos por el mismísimo Lucifer.
     -No invoque fuerza tan poderosa, honorable caballero, que contra un ser de esas magnitudes, ni siquiera mis fuertes brazos podrían hacerle frente. ¿Y cómo es que esas bestias pueden llevarme a lugares donde se necesiten mis servicios?
     -No se preocupe, que enseguida le consigo un aventón gratis hasta donde ha pedido ir.
     El vagabundo fue hasta uno de esos dichos micros y conversó por unos momentos con la persona que parecía cochero. Después se dirigió hasta donde estaba don Quijote.
     -Y bien, que puede subir a la carroza que el chofer ya sabe dónde bajarlo.
     -Muchas gracias, valiente caballero, algún día podré corresponder a sus favores. Si alguna vez necesita de mi amistad, mi ayuda o mi presencia, no dudéis en llamarme.
     -Mucha ayuda a veces necesito, mi querido amigo. A todo esto, ni siquiera me ha dicho su nombre, ¿cómo dice que se llama?
     -Soy don Quijote, natural de La Mancha, por lo que podéis decirme don Quijote de La Mancha.
     -Ándele pues, y yo soy Michael Jackson...
     -Encantado de conocerle, sir Michael Jackson. Espero poder volver a verlo.
     Entonces fue que don Quijote subió a una de las dichas bestias que rugía ya en la impaciencia de la partida. Al frente de sus enormes ojos ostentaba un título que decía: “Jalalpa/Las Torres”.
     -¿”Las Torres”? -dijo don Quijote- debe tratarse de almenares de lejanos castillos.
     Y fue entonces que el ingenioso hidalgo conoció la furia de la bestia en la que se había subido. Corría como seguramente había corrido Babieca por los campos de Castilla. Esquivaba con audacia e imprudencia a otras bestias de su misma naturaleza pero de distintas formas y colores. Tan ensimismado estaba en las maniobras que la carroza ejecutaba y en agarrarse con las veinte uñas de los tubos que tenía adentro el dicho por el vagabundo “micro”, que ni siquiera sintió que había llegado a su destino.
     -Aquí se baja, abuelito. Me dijo el compa de la base que lo dejara por aquí.
     Don Quijote vació el contenido de su estómago en cuanto se vio a buen resguardo en el suelo. Después levantó la vista y se quedó helado. En un hermoso castillo que tenía enfrente, ondeaba un pendón en el que podía verse un retrato de un gallardo, valiente y fuerte caballero cabalgando al lado de su fiel escudero. El letrero decía “¡Ésas son... Quijotadas!”.
     -Pero si soy yo, y ése mancebo tan bien plantado no es otro más que mi escudero Sancho Panza.
     El caballero atravesó el paso de las bestias rugientes y traspasó el umbral del castillo que estaba resguardado por apuestos guardias y heraldos vestidos de azul.
     -Su credencial, por favor...-dijo uno de los heraldos azules.
     -Déjalo pasar -dijo el otro- qué no ves que es uno de los maestros que van a participar en las conferencias.
     Don Quijote se perdió dentro del castillo, bajó unas largas escaleras y se encontró, repentinamente, en un salón lleno de libros. Una biblioteca completa llena de estantes atestados de textos de las más raras naturalezas. Llenas de mesas, de sillas, de luces que no necesitaban de cebo ni de cera. Don Quijote pasó la vista por las hileras de libros.
     -Las batallas en el desierto, libro de caballerías seguro es. El hombre que contaba, he aquí un libro de musulmanes infieles y sabios. Química inorgánica, ¡andamos!, con que también hay libros de alquimia y hechicería. Ulises, vaya, vaya, la historia del griego Odiseo. Historia de la filosofía, demasiado grueso, seguro es desde los griegos hasta nuestros padres de la iglesia.
     Fue entonces que se quedó paralizado. En uno de los estantes, entre tantos libros, encontró un volumen grueso que llamó poderosamente su atención.
     -El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha por Miguel de Cervantes Saavedra-leyó lenta y pausadamente-, pues de verdad que estoy en un sueño, tanto que hasta he encontrado mi propia historia entre sus libros. ¿Quién será ese Miguel de Cervantes...?
     Y al decir esto, abrió el libro con tan buena fortuna que el título del tal capítulo aludía a la aventura en la que él mismo, cabalgando sobre Rocinante, atacaba a un inmenso gigante de cuatro brazos. Entonces fue que una luz enceguecedora cubrió la biblioteca y un ejemplar del libro de Cervantes cayó al suelo. Nadie vio quién lo había tirado. No había señales de ser humano alguno en los estantes. Un bibliotecario recogió el libro y lo volvió a colocar en su lugar. Después se hizo el silencio.


Esta es la historia, mis queridos oyentes, de cómo don Quijote salió de las páginas de un libro maravilloso y llegó a nuestros días, de la forma en que atravesó los peligros de la gran ciudad, de su arribo a la Preparatoria Lázaro Cárdenas y de su descanso, por un buen rato y con toda la fortuna para nosotros, en cada uno de los ejemplares que a partir de hoy tendremos en la biblioteca. Afortunados somos.

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