lunes, diciembre 11, 2006

¿La muerte es justa...?



Murió Augusto Pinochet. Uno de los más renombrados hijos de puta que la historia de los pueblos de Latinoamérica pueda recordar. El artífice de una cantidad impresionante de muertos, desaparecidos, presos políticos y demás atrocidades que el pueblo chileno tuvo que vivir durante los años más álgidos de las dictaduras militares.
          Su historia no comienza con su nacimiento y su vida azarosa por los territorios de su patria. Un dato curioso es que fue rechazado dos veces cuando solicitó su entrada al ejército, por que no tenía las facultades para ello. Triste desmentido dio la historia posterior. Su historia real comienza con su llegada al poder a través del golpe de Estado en contra de Salvador Allende, el presidente en funciones de Chile (cargo al que había llegado a través de elecciones), el 11 de septiembre de 1973. Pinochet comenzó a escalar de manera cada vez más vocacional la violencia que durante poco más de dos décadas se enseñorearía en las naciones del Cono Sur.
          Integrante del llamado Plan Cóndor junto con las dictaduras militares de Argentina, Bolivia, Paraguay, Brasil, Uruguay; es responsable, de los documentados solamente, según los archivos descubiertos en Lambaré (Asunción, Paraguay) en 1992, de un saldo de 50.000 muertos, 30 000 desaparecidos y 400 000 presos.
          Cómplice de este Terrorismo de Estado durante casi dos décadas, Pinochet abandonó el poder administrativo hasta 1990, dos años después de que fuera derrotado en el Plebiscito en el que se planteaba la continuidad del modelo dictatorial o un retorno a la democracia en la patria de Neruda. Pero su poder se extendió más allá de esos años. El pueblo chileno no tuvo el consuelo o la dulce venganza de verlo enjuiciado o tras las rejas (oportunidad que sí tuvo, por ejemplo, el pueblo argentino con Jorge Rafael Videla). Durante años rehuyó, a través de un sinfín de mecanismos legaloides (lo que en todo momento no deja de llamarse "Estado de derecho", sobre todo por los que han cometido los crímenes más horrendos) como permanecer después del plebiscito como Jefe de las Fuerzas Armadas o hacerse nombrar Senador Vitalicio, la acción de la justicia que lo perseguía con paciencia y recrudecida memoria.
          En una de las últimas intentonas se logró llevar a cabo el juicio del genocida, pero el argumento para evadir las responsabilidades fue, en ese momento, su avanzada edad. La ironía implicaba que se le tenía que respetar por viejo y no por inocente. Las fuerzas de represión que actuaron bajo su mando en la década de los setenta ¿habrán tenido tales prejuicios para torturar, matar, desaparecer y encarcelar a miles de chilenos?
          Hoy la muerte lo alcanzó. No hay mayor democracia que la de esta señora. Sin embargo, la muerte de Pinochet deja un mal sabor de boca. No porque no se lo mereciera (la biología es inclemente). Sino porque muchas deudas quedaron sin saldar con las familias y la memoria de América Latina. Esa memoria que no tiene ningún gesto de compasión al saber la muerte de uno de sus principales deudores. Al fin y al cabo, la Muerte y Pinochet se han hablado de tú desde hace mucho tiempo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ojo, la muerte no es cosa de justicia o de merecer. Nadie merece morir, como nadie merece la vida eterna. Todos se mueren y punto. Pensar que con la muerte del dictador se resarce siquiera un reclamo es ingenuo. Qué bueno que se murió, sí, pero sólo porque ya no existe.