lunes, abril 02, 2007

Para la entrada de un diccionario por escribir

América Latina. Acerca de la invención de América se ha escrito lo suficiente como para llenar los gigantescos anales que ya ocupa el asunto en las memorias nacionales y regionales de este continente. Se ha pretendido en el mundo occidental que la idea de América se reduce a la acción que los habitantes de Estados Unidos de Norteamérica ejercen sobre los demás pueblos del mundo. Esto es, que de entrada, la idea de América es una idea excluyente, una idea que niega la existencia de realidades como las existentes al sur del río Bravo. A partir de México, la idea de América adquiere un sentido de unidad, la noción de América Latina pretende cubrir de manera reduccionista las características múltiples y diferenciadas de los pueblos que habitan el “sur” del continente. América Latina se ha convertido en una etiqueta que, en estos tiempos, ha caído en desuso. Lo que en algún tiempo, sobre todo a raíz de la revolución cubana, se convirtió en una idea posible de solidaridad y unión ante los embates de Occidente, hoy ha resultado solamente en una referencia geográfica y cultural limitada peligrosamente por los estereotipos que el mismo concepto ha engendrado. ¿Qué es Latinoamérica, América Latina o Nuestra América? Es una pregunta que no tiene respuesta, al menos no una respuesta. Al plantearla debemos de entender que la diversidad cultural de las naciones que integran a esta América es lo suficientemente compleja como para tratar de reducirla a un conjunto de características que, de manera irremediable, se comparten: idioma, pasado colonial, religión, conciencia de origen ambigua. No podemos reducir a la América Latina a una situación en la geografía del mundo. Debemos de comprenderlo en las diferentes perspectivas que, históricamente, la determinan. La idea de América Latina es, antes que todo, una convención, misma que ha sido compartida por los pueblos a los cuales integra aunque existan diferencias en cuanto a la carga de significados que la pretenden hacer homogénea. Funciona como referente cultural hasta el momento en que las diferencias afloran. En este sentido, América Latina es una realidad histórica, mientras no se convierta en otra cosa. El problema de la negación de América Latina, de la inexistencia de ésta, radica en la negación de su origen. Se tiene que reconocer a la Conquista como el punto de partida. Como el origen que se pierde entre la concepción dolorida y victimista y el esencialismo que ha trasminado las mitologías nacionales. Antes de la Conquista, la idea de América Latina es nula. La Conquista es el momento histórico que inaugura la idea de Latinoamérica, no como un conjunto de colonias conscientes de su originalidad o de su necesidad de unificación, sino como una parte del mundo que es inaugurada, históricamente, por la violencia.
          A partir de esta premisa, podemos entender a América Latina desde una perspectiva que cuestione la concepción de una grandeza americana precedente a la Conquista. Si bien los grandes imperios prehispánicos existieron, también es cierto que no tenían la capacidad de hacer frente a una invasión como la que los canceló como individuos trascendentes en la historia. Los imperios prehispánicos y el aura de víctimas que arrastran tras de sí, se han convertido en el principal pretexto para negar la existencia de la conquista. Para elevar, al nivel de Esencia Fundadora, la grandeza siempre postergada de los pueblos latinoamericanos. El futuro ha sido la tierra de América Latina y el presente, cualquier presente, es presentado como el punto de partida para la grandeza que el futuro ha augurado. El presente de América Latina siempre ha sido inaugural. La trascendencia, o más bien, la falta de ésta, es la que nos ha marcado como un pueblo siempre a la espera. Con la vista en el futuro, los habitantes de la Futura Tierra Prometida avanzamos en un círculo sin fin.
          Mientras el habitante, simbólico y real, de estas tierras se solazan en la contemplación, a sus espaldas el saqueo nunca ha tenido pausa. América Latina ha sufrido siempre el saqueo en sus riquezas (naturales, humanas, culturales), en el pasado que hemos determinado como inaugural, la fiebre del oro y la promesa del Dorado ocasiona una de las mortandades más nefastas que se hayan podido dar. La tierra de América Latina nunca se ha manchado con sangre extranjera, el color de la tierra se debe a la sangre, siempre americana, que ha regado sus entrañas. La crónica de esto viene desde siempre, habla Motolinía desde las profundidades del origen:
          La sexta plaga fue las minas de oro, que además de los tributos y servicios de los pueblos a los españoles encomendados, luego comenzaron a buscar minas; que los esclavos indios que hasta hoy en ellas han muerto no se podrían contar; y fue el oro de esta tierra como otro becerro por dios adorado, porque desde Castilla le vienen a adorar pasando tantos trabajos y peligros.[1]
          De ahí, el saqueo ha continuado sin que las consecuencias de esto, la más visible la miseria que vive la inmensa mayoría de los habitantes de la región, pueda modificar la postura contemplativa del latinoamericano. La contemplación no implica necesariamente la inmovilidad, los pueblos latinoamericanos se han movido constantemente, han experimentado como ningún otro lugar las más variadas formas de gobierno y organización. Ese movimiento, sin embargo, no ha podido sacar de su situación de marginación y falta de expectativas de la mayoría de sus habitantes.
          Ahora, el enemigo se encuentra dentro, gobiernos cada vez más incapaces e irresponsables, supeditados a las variables macroeconómicas, desprovistos por completo de una propuesta que pueda, ya no solucionar, paliar al menos los efectos devastadores que la sobre explotación de sus habitantes ha dejado a su paso el capitalismo inmisericorde. No existe para América Latina una opción para alcanzar la justicia social, la equidad distributiva, términos que han caído en desuso debido a la reiterada confirmación del fracaso. Las utopías sepultadas, las ideologías dormitando. Para los latinoamericanos lo único cierto es la agonía de la esperanza.


[1] Fray Toribio de Benavente citado por Felipe Garrido (comp.), Crónica de los prodigios: la naturaleza, México, Asociación Nacional de Libreros, 1990, p. 17.

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