lunes, enero 14, 2008

Lecturas de fin de año

El hecho de que el fin del 2007 estuviera movidito para un servidor (mudanza, bodas y bautizos incluidos) no impidió que un tiempo fuera dedicado a la desestresante lectura. Fueron varios los textos a los que dí una (h)ojeada, pero hablaré en específico de dos que me llamaron la atención sobremanera.

· El primero es una novela-divertimento escrita a cuatro manos (expresión que siempre me había sonado rara e, inclusive, inexacta, dado el hecho de que la gente escribe (manuscribe) con una sola mano; pero si tomamos en cuenta el hecho de que el ordenador ha modificado las habilidades de escritura, es decir, que obliga a utilizar los dedos de ambas manos, estamos ante un hecho flagrante de “escritura a cuatro manos”. En fin.); decía que el texto en cuestión fue pensado y perpetrado a dos cerebros, el de mi admirado Luis María Pescetti y el de otro admirado al que las dotes literarias le dotaron de mayor admiración: Jorge Maronna. A uno se le identifica con la literatura infantil que persigue los juegos de lenguaje y la inteligencia; el otro es uno de los integrantes de la troupé más divertida e inteligente que se ha dado en América Latina, Les Luthiers.
          Pues bien, que su divertimento Copyright, no podía más que inscribirse en los terrenos del humor; de la farsa para ser exactos. La historia trata acerca de Lucas Modím de Bastos, un pícaro que no sabe que lo es y que se acerca más al retrato de uno de los hermanos Lelos del show de Los Polivoces que a un ser humano común y corriente. Pues bien, que Lucas conoce en una librería a Michelle, la esposa de Günther, un mafioso que ha extendido sus tentáculos al grado de corromper al presidente de la república (la república de la novela, que puede ser cualquiera) y pretende chantajear al mismo Papa. Günther es muy celoso y Michelle se excita con los escritores. Lucas queda prendado de Michelle y en un intento de conquistarla le dice que es escritor, con lo que quedan en una cita en el futuro. En lo que ese futuro llega, Lucas tendrá que, con la ayuda de su amiga-enamorada Amparo, escribir un libro que le abra las piernas de Michelle. Y es así como Amparo, que trabaja en una editorial, comienza a llevarle copias de libros de obras maestras de la literatura universal, con las cuales Lucas “se inspira” para escribir su novela. Lo anterior da como resultado fragmentos hilarantes como el siguiente:
Gatsby y el capitán Nemo conversaban alegremente. En su juventud, éste había sido marinero en un pesquero en el mar Caspio que había sido atacado por un gigantesco esturión, que embestía furioso a la nave mientras disparaba enormes granos de caviar. En cambio Gatsby, también llamado Harry, había sido un niño huérfano, estudiante de magia, hasta que una mañana despertó convertido en ese horrible mostruo.
          --El queso rallado, por favor-- pidió Geppetto.
          Pinocchio lo miraba con aire desangelado, se sentía un insecto.
          --Iremos desde los Apeninos a los Andes –explicó el anciano--. Ahora hay turs realmente económicos.
          --No insista, Demián –dijo Lolita, mientras retiraba la mano del joven y paladeaba una golosina con aire pícaro--. Para esas cosas prefiero a Samsa o a Martín.
          Martín Fierro estaba a su lado, afilando el facón contra una de las patas de la mesa. Su compadre Pedro Páramo silbaba por lo bajo una conocida tonada del sudoeste de Guadalajara mientras el Sombrerero Loco continuaba vociferando incoherencias tales como: “Platero es pequeño, peludo y suave; y Los Plateros son un grupo musical; no son pequeños ni suaves, pero sí peludos.”
          Robinson miró a Viernes con compasión, pensaba que si lo hubiera encontrado sólo dos días después se habría podido llamar “Domingo”, un nombre mucho más normal.
          Raskolnikov se paseaba nervioso entre las mesas. Naná servía cerveza bien helada a doña Flor, casada ahora con un famoso futbolista argentino.
          La voz del doctor Watson sonó enérgica:
          --Elemental, Sherlock: la víctima, como las cucarachas, siempre regresa al lugar del crimen.
          Sacó un revólver de entre sus ropas y disparó a quemarropa al célebre detective. Segundos después, Holmes yacía en el piso envuelto en un charco de sangre; no había nada mejor para envolverlo.

Si bien el texto llega a hacerse un tanto tedioso y repetitivo, no tarda en recuperar la posibilidad de sorprender con nuevas ideas acerca de “eso” en lo que se ha convertido la literatura. Y si no, la decisión del jurado del concurso internacional de novela a donde el manuscrito de Lucas llega de manera accidental: ganador por unanimidad. En ese dictamen el sorprendido, que no es el lector, es además un escritor que está seguro de ganar porque es amigo de los jurados y consentido de la editorial. La sorpresa es también del crítico más feroz que concede que el pegote posmoderno es un “estadio inaugural en la historia de la literatura”, tal vez queriendo decir que es, de cierta manera, la historia de la literatura.

· El otro texto que dejó una sensación de agrado inquietante (la novela no es tan buena, pero los elementos que incluye sí que lo son) fue la obra del “ganador más joven” del Premio Alfaguara de Novela 2006, Santiago Rocangliolo, que se titula Abril rojo. A pesar de que el título es una combinación frecuentemente usada para contrastar un elemento temporal con una cuestión cromática que alude a la sangre (recuérdese el Febrero escarlata de Ernesto McCausland o la propia Tinta roja de Alberto Fuguet), el contenido se llena de preocupaciones latinoamericanas, sobre todo en lo que tiene que ver con el encumbramiento, muchas veces irracional, de las guerrillas latinoamericanas, y la resistencia de llamarlas lo que en ocasiones son: grupos terroristas (y no necesariamente “auténticos ejércitos revolucionarios y bolivarianos” [Hugo Chávez, dixit]).
          El libro narra la historia del fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar y su fársica inocencia burocrática. Entre la redacción de partes declaratorias e investigaciones sesgadas, Chacaltana trata de desentrañar (sin el apoyo de la policía ni del ejército peruano), una serie de asesinatos que comienzan a ocurrir en plena ciudad de Ayacucho (lugar simbólico en el que se llevó a cabo la última batalla de Bolívar contra los soldados realistas españoles en las luchas independentistas; un páramo en el que sólo un monumento pétreo parece dar cuenta de lo que ese suelo vivió). Los asesinatos incluyen a los militares represores, a los curas alcahuetes, a los policías corruptos, a los carceleros castigados y, sobre todo, a los terroristas de Sendero Luminoso.
          El acercamiento que Rocangliolo hace del fenómeno senderista (aún desde la ficción) no deja de resultar interesante por la cantidad de reflexiones inquietantes que despierta acerca de la violencia y el uso que hacemos de ésta. La muerte, la religión, la culpa, la ceguera autoimpuesta y un tufo a venganza ancestral (venganza remitida hasta la sombra de Tupac Amaru) hacen que esta novela del peruano recobre la capacidad inmensa de presentar a América Latina como un escenario de ficción que va más allá de lo urbano nihilista o lo rural mágico-maravilloso. En el relato de Rocangliolo se entreteje la historia, la tradición, eso que llaman mestizaje, las heridas recientes y las heridas viejas, y una muy muy agradable peste a cercanía y realidad. Una muestra:

A las cuatro de la tarde, hora de cierre de las mesas de votación, las encuestas daban ganador al candidato opositor. Algunas de ellas le concedían más de la mitad de los votos. En la ONPE y entre los militares se extendió una extraña inquietud. Hasta las cinco de la tarde, Cahuide no dejó de recibir llamadas por teléfono y preparar los paquetes que llevaría al camión militar. Los oficiales corrían de un lado a otro indiferentes al fiscal, que se había convertido en uno más de los objetos que había que cargar, uno que no hacía ruido.
          Cuatro horas más tarde, el camión se acercaba a Ayacucho con la radio encendida. Entre la música de salsa y el vallenato que los soldados habían sintonizado para el viaje, se filtró el anuncio de los primeros resultados oficiales. Todas las encuestas se habían equivocado. El verdadero ganador era el presidente. Estaba por decidirse si habría una segunda vuelta. Los soldados que conducían el camión sintonizaron música. Les aburría la política.
          Por la noche, cuando aún faltaban dos horas para llegar, Chacaltana recordó las palabras de Aramayo cuando decía que los de Lima no querían ver lo que ocurría en su pueblo. Pero también se preguntó por qué (últimamente se preguntaba muchos porqués) el teniente se había negado a informar a los policías y al comando. Pensó que quizá le daba vergüenza. No es fácil admitir que uno está muerto.


Y todo esto en marzo de 2000.

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