viernes, mayo 09, 2008

Otra vez Malena



Lo que nos diferencia de los animales, además de esa apuntada conciencia de la muerte, se resume a final de cuentas en dos cosas: condenados a enamorarnos y condenarnos a sufrir culpa. Los humanos tenemos esas malas costumbres: morirnos, enamorarnos y sufrir. La vocación con la que asumimos todo esto es de una exactitud escalofriante. En la vida siempre nos andamos enamorando: de quimeras, de vecinas, de primos, de padres, de maestros. Amamos para sufrir por el amor. El amor es ese monstruo de dos caras, una radiante, fresca, infinita; y otra oscura, tétrica, desgarradora. Bien lo dijo Sabines: el amor es el aprendizaje de la muerte, y bien lo dijo Mariana Josefa del Rocío, la heroína de la telenovela de las nueve: Amo, luego existo. Estamos destinados a morirnos simbólicamente de mil formas distintas, y la muerte por amor representa 900 de esas formas, las otras cien las representan los accidentes. En esas reflexiones me encontraba un jueves, mi día de descanso en el periódico y el único que me puedo dar el lujo de andar encuerado por todo el cuarto que mis padres han acondicionado de tal forma que parezca que no vivo en la misma casa sino que el lugar que habito es independiente. Estaba escuchando un disco de la Fabulosa Orquesta del Carro Gris cuando tocaron a la puerta, fue algo sumamente extraño: nadie se atrevía a interrumpir mis escasos momentos de descanso dentro de aquella casa, mucho menos en mi día libre. Había adaptado un ojo de pescado a la puerta para observar antes de abrir. Al asomarme al agujero, que era como asomarme a otra dimensión, vi el rostro agradable de Malena haciendo como si nadie la observara aunque ya supiera de mis manías vouyeristas antes de abrir cualquier puerta. Me dirigía al sillón para ponerme algún trapo que cubriera mi cuerpo desnudo pero a medio camino me detuve, no tenía ningún secreto para Malena, ¿qué caso tenía ocultar algo que para ella era evidente desde hacía mucho tiempo? Abrí el pasador sin mover la puerta, un segundo después Malena se sentaba en el sillón que había frente a la ventana que daba a la calle pretendiendo no inmutarse en lo más mínimo. Malena era una mujer que no aceptaba etiquetado ni categorización alguna, había sido (o era) lo más cercano que había tenido en mi vida a una pareja. Íbamos al cine juntos, nos dedicábamos a caminar horas interminables alrededor de un parque que nos sabíamos de memoria durante horas sin decir palabra (me gusta hablar con ella sin hablar), hacíamos el amor de repente y sin ningún plan preconcebido y, más aún, sin ningún conflicto de culpa, nos hacíamos las confidencias más disparatadas pero que necesitaban una vía de escape urgente, escuchábamos la música de un walkman doble vía tirados sobre el césped o en la cama mirando cómo el techo se movía de lugar conforme cerrábamos los ojos alternativamente (cámara 1 = ojo derecho, cámara 2 = ojo izquierdo), coincidíamos en lecturas a las que después intentábamos destruir encontrando las incongruencias o los sinsentidos plasmados sobre el papel, íbamos al centro comercial a visitar a Mateo y a ver los discos nuevos que obtenía a través de sus contactos. Fue por todo esto que sentí que la tierra había sufrido una crisis de equilibro y se comenzaba a mover vertiginosamente cuando me dijo que se casaría en menos de un mes. Malena lo dijo así, como si nada, ¿Con quién? atiné a decir mientras el estómago se agigantaba y se resistía a permanecer unido a mi cuerpo. Un socio extranjero de mi padre. Me lo presentó un día y después el tipo se dedicó a cortejarme: me mandaba ramos de rosas rojas, llevaba serenatas en donde intentaba cantar en un mal español las canciones que los mariachis le habían asegurado que eran infalibles, me llevaba a restaurantes lujosos, me compraba todo lo que le pedía. El tipo es bastante más grande que yo pero creo que al final eso es una ventaja: morirá antes. ¿Y tú y él...? la pregunta era extremadamente estúpida, la había hecho el estómago y no el cerebro. ¿Yo y él, qué? ¿Quieres saber si cogimos? ¿Realmente lo quieres saber? Sólo hacía plática. Mis ojos no saben dónde posarse, el mundo de repente comienza a girar más rápido. Nunca lo hicimos realmente. El oxígeno vuelve a mis pulmones. Si eso te da tranquilidad, de todos los hombres que han estado en mi cama, tú eres el que me ha hecho menos infeliz. No estoy diciendo que hayas sido el mejor, sino que has sido de los pocos que no me hicieron sentir mal, de los pocos con los que no tuve que disculparme para correr hacia el baño a vaciar el estómago, ¿tienes alguna idea de qué es el amor? El otro día Gabriel, se llama Gabriel mi prometido, me dijo que le tenía que prometer que lo amaba sólo a él. En ese momento le prometí lo que quiso, pero después comencé a preguntarme qué significado tenía esa promesa. ¿Recuerdas la frase que teníamos para referirnos a nuestros acuerdos? Claro que la recuerdas: “las únicas promesas importantes son las que se cumplen”. Yo no puedo cumplir la promesa que le hice a Gabriel porque no sé a ciencia cierta qué significa amar a alguien, y sólo a esa persona. No lo sé de cierto. Yo permanezco callado, enmudecido. En realidad no podría dar una respuesta satisfactoria a la preocupación de Malena. Pienso, le doy vueltas a lo que acaba de decirme, intento explicarme el universo a partir de esa sola palabra. ¿Crees que exista amor entre nosotros dos? Extraña manera de plantearlo. No lo sé. Sé que disfruto de tu compañía, que me siento incómodo cuando coqueteas con alguien más si vas conmigo, no me gusta que me platiques de tus ligues en las discotecas, que me cuentes los traumas de aquellos que se sueltan a llorar justo después de que les has permitido disfrutar de tu cuerpo, me gusta oler tu pelo, comprobar que no existe un olor semejante a ese, tocar tus codos, sentir esos pliegues involuntarios en las yemas de mis dedos, me gusta tomar tu mano, no entrelazada sino como animándote a saltar al arroyo de los coches, a la aventura de la calle, mirarte sin decir nada, explorar con mis ojos todos los huecos y todas las pronunciaciones de tu cuerpo, escuchar tu voz antes de dormir desearme buenas noches, abrazarte profundamente después de no verte durante un tiempo, sentir la necesidad de platicar contigo, de sentarnos en una mesa desvencijada a tomar un café que quema las manos de caliente, subir a la montaña con la niebla cubriendo todo el cielo y parte de la tierra, adivinarte por el tacto, por el olor, dibujar las eses de tu cintura, alegrarme de que me vean contigo, me gustan los gestos de fastidio y las mentadas de madre cuando ya no aguantas más la puta vida que se carga con nosotros, sentirte conmigo, que no estés ausente pensando en el hubiera, en el quizás, en el ya ni modo, me gusta sentirte cerca, aunque no te vea, aunque sólo te adivine entre la noche, aunque sólo te sienta entre lo negro, te extraño en las ausencias de tus dedos, tu palabra y tu sonrisa, y aunque me pese confesarlo, me dueles en el extremo de mi lengua, que a veces te ha recorrido, que a veces te ha descubierto, que nunca te ha ignorado, porque sabes a ti, dulce y sencilla, como el olor de la tierra justo después de la lluvia tras la sequía de cien meses, sabes a ti y eso es simple, sabes a como siempre te he imaginado. Me has lastimado sin quererlo, inocente, fingidamente. No sé si eso es quererte. A veces lo pienso y me arrepiento justo al instante. No podemos ser tan iguales como siempre los demás han querido que lo seamos. Hoy llegaste hasta mi guarida, a mi cuarto, tomaste mi rostro entre tus manos y has preguntado si yo te quería. Hoy he mentido y he dicho que no sé. Te abrazaste a mí, volteaste el rostro hacia tu corazón y comenzaste a llorar, como si los hielos del Ártico se hubieran derretido. Te sentí cerca como nunca, como si de repente se fundiera la pared que nunca quisimos que existiera. Y te dormiste veinte siglos abrazada de mi cuerpo lo mismo que si fueran diez minutos. Ese día no hicimos el amor, nos era suficiente sabernos finalmente el uno sin el otro. Al amanecer sentí tu pecho expanderse lentamente, serenamente, como si el viento tormentoso al fin se hubiese apaciguado. Te fuiste después de desayunar. Mi madre hizo un gesto de disgusto al ver el piercing de tu nariz. Si la pobre supiera. Me dijiste cuídate. La despedida fue lo más sencillo de toda la vida. Te quedaste aquí aunque tu cuerpo vuele lejos, fuera de este espacio de mierda que insiste en aprisionarme. Nunca supe, y no quise preguntarte, si habías visto, al entrar al baño, la gabardina ensangrentada que escurría dentro de la tina, manchando la cerámica sin mácula.


(Capítulo XX de Instantes, novelita inédita)

4 comentarios:

Jo dijo...

me encanta, creo que de subito los humanos tenemos esas cosas arraigadas de enamorarnos y desenamorarnos unos lo hacen casi como un deporte... y otros por una razon de vida

pero no es tan facil
pueden venir a nosotros muchas personas, como vouyeristas examinarles antes de permitirles la entrada pero a lo sumo siempre habra una.... una en especial que nos haga arrancar de la boca esa frase..."otra vez_________"

me encantas

PVOT?... dijo...

no marches me llego

Anónimo dijo...

y...abrazarte profundamente después de no verte durante un tiempo,…subir a la montaña con la niebla cubriendo todo el cielo y parte de la tierra, adivinarte por el tacto, por el olor, dibujar las eses de tu cintura…
...“las únicas promesas importantes son las que se cumplen”.

R.

Atenea dijo...

Me asomé mientras buscaba con qué sacudirme un poco la añoranza, pero no hay caso, tengo que dejar que se asiente y abone futuras ideas. Gracias sentidas.