sábado, noviembre 15, 2008

El umbral (fragmento)


Fue una noche agitada cuando Sacramento descubrió las huídas de su hija. Mercedes salía después de la medianoche y se internaba en el monte. Cruzaba el pequeño arroyo donde las mujeres acudían a llenar sus cántaros, cubetas y ollas de agua para las tareas de la casa. Sacramento creyó, en un primer momento, que Mariana podría tener un amante. Alguien del pueblo al que no podía ver durante el día. Trató de reconstruir las actitudes de su hija en esos días, y no pudo llegar a establecer el momento en el cual ella hubiera podido conocer a alguien del pueblo. Los únicos días en los que salía de la casa eran los jueves de mercado y él estaba siempre con ella. Y en esas ocasiones sólo llegaba a intercambiar monosílabos con los cada vez más reducidos clientes. Un amante no podría ser.
         La curiosidad se unió a la preocupación y, con mucho cuidado, siguió a su hija a través de las veredas que rodeaban la casa y que se internaban totalmente en el cerro. Mariana llevaba una veladora y parecía conocer el camino a la perfección. En ningún momento dudó de la dirección que tomaba. A Sacramento las cosas no le parecían tan fáciles, comenzó a rezagarse, y sólo se guiaba por la luz de la veladora que titilaba cada vez más lejos. Era una noche de luna, pero ésta se había ocultado tras de algunas nubes que impedían que la luz del astro se filtrara entre las ramas de los árboles. De pronto, allá a lo lejos, la luz se detuvo. Se quedó inmóvil, como si algo la estuviera sosteniendo. Se apagó. Sacramento se detuvo. Por unos instantes pensó que tal vez su hija lo había descubierto y apagó la veladora para impedir que pudiera seguirla por más tiempo. El silencio se enseñoreó de la tierra y Sacramento estuvo a poco tiempo de volver sobre sus pasos.
         De repente, nuevamente una luz se vio en la dirección en que se había apagado la veladora. Sacramento comenzó a caminar con decisión. La luz se hizo cada vez más intensa, Mariana estaba encendiendo fuego en el bosque. Sacramento llegó hasta un lugar en que podía observar sin que su hija se percatara de su presencia.
         Ella alimentaba un fueguito que de repente comenzó a crecer. El olor a ocote quemado llegó hasta las narices de Sacramento. Ese aroma se transformó de repente en algo más agradable, más penetrante. Mariana ponía sobre el fuego manojos de hierba seca que chisporroteaban y rápidamente se unía al fuego. Entonces comenzó la letanía. Sacramento había oído muchas veces a su madre repetir esas mismas palabras. Estaban en totonaco. Retumbaban en los oídos de su memoria, pero también en ese paraje en cual su hija había comenzado a decir más fuertes las mismas palabras. Cada vez que comenzaba nuevamente la letanía arrojaba un rollo de hierbas distintas.
         Sacramento comenzó a inquietarse. Su madre había realizado esos conjuros, pero nunca en medio del bosque, a medianoche. O tal vez nunca se enteró. Le comenzó a doler la cabeza. Mariana se había puesto de pie frente a la hoguera que ahora alumbraba una parte de su rostro. A Sacramento le pareció que su hija había envejecido de manera repentina. Su silueta se dibujaba a contraluz del fuego. Ahora la letanía se hacía cada vez más lenta y crecía el volumen. Las palabras comenzaron a esparcirse entre las ramas de los árboles del bosque. Comenzaron a ascender hacia el cielo. Sacramento las veía escalar una a una las ramas hacia las copas de los árboles. Como pequeñas ardillas que estaban convencidas de poder volar.
         Mariana calló. A Sacramento el dolor le comenzaba a crecer y a palpitarle en las sienes cada vez más fuerte. La luna se despojó de su velo de nubes y alumbró el claro donde Mariana seguía de pie, inmóvil. Como esperando. Sacramento no sabía si lo que retumbaba estaba en su cabeza, en su corazón o en el alma misma del bosque. La luna iluminó por completo a Mariana en medio del claro. Sacramento se dobló sobre sí mismo, puso una rodilla sobre la tierra. El umbral de luz se abrió. Él sabía que no le quedaba mucho tiempo. Miró al claro, pero la luz era cada vez más intensa. Creyó ver una sombra que se acercaba a Mariana desde el fondo oscuro de los árboles. Intentó pararse pero, entonces, la luz lo atrapó y lo arrastró consigo a la inconsciencia. En el medio del umbral, Sacramento creyó ver cómo las palabras bajaron de los árboles y se acercaban a ver su cuerpo inerme.

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