domingo, noviembre 30, 2008

Las palabras


El buen Carlos Ríos, escritor argentino y mi tutor en el proyecto que tengo con el Foescap, tuvo a bien regalarme, con suma generosidad, el libro de Andrés Rivera, La revolución es un sueño eterno. Rivera es un autor de quien ya había leído con anterioridad Tierra de exilio que otro muy querido amigo, Andrés Kozel, había tenido a bien regalarme. Rivera es un escritor difícil, raro de leer. Un escritor que hace literatura más que carnaza de mercado.
          La revolución... narra la historia de Juan José Castelli, representante de la Primera Junta independentista del Ejército del Norte en el Virreinato del Río de La Plata y cómo, después de aportar para la causa de la independencia muere de un cáncer de lengua, en la soledad y empobrecido.
          Hay dos fragmentos que me han llamado poderosamente la atención, sobre todo porque se pueden extrapolar de ese discurso de novela histórica (que no lo es) y aplicarse a la vida cotidiana. A los conflictos más latentes de la propia vida personal. Uno de ellos tiene que ver con la escritura y la posibilidad de definirse a partir de ésta:
Yo, ¿quién soy?
          Yo, que me pregunto quién soy, miro mi mano, esta mano y la pluma que sostiene esta mano, y la letra apretada y aún firme que traza, con la pluma, esta mano, en las hojas de un cuaderno de tapas rojas.
          [...] ¿Qué soy? ¿Un actor que levanta sus ojos de un cuaderno de tapas rojas, y mira la transparente penumbra de una habitación sin ventanas, de techo alto, y que sugiere, desde ese escenario, al público que lo contempla, que el invierno llegó a la ciudad?
          [...] ¿Soy un actor que, mudo, mira, desde el escenario, al público que lo contempla, y se ríe? [...] ¿De qué se ríe el que está en el escenario, sea quien sea el que está en el escenario?
          [...] ¿Soy un actor que escribe que se ríe de él y de las vidas que vivió: que se ríe de la historia -un escenario tan irreal como el que él, ahora, ocupa- y de los hombres que lo cruzan, de los papeles que encarnan y de los que renuncian a encarnar? ¿De las marionetas que proliferan, tenaces en el escenario de la historia, y que mastican ceniza?
          [...] ¿Soy el público que contempla a un actor mudo, y que le devuelve, con las simetrías implacables de un espejo, sus representaciones; y que, sin embargo, a veces celebra la risa de viejo ventrílocuo que le emerge -espasmódica, sigilosa y fría- del centro del cuerpo?
          Yo, ¿quién soy?

Otro de los fragmentos es el que abre la historia. Uno de los inicios más fuertes que he leído:
Escribo: un tumor me pudre la lengua. Y el tumor que la pudre me asesina con la perversa lentitud de un verdugo de pesadilla.
          [...] Y ahora escribo: me llamaron -¿importa cuándo?- el orador de la Revolución. Escribo: una risa larga y trastornada se enrosca en el vientre de quien fue llamado el orador de la Revolución. Escribo: mi boca no ríe.

Hay detrás de todas estas páginas, breves pero de una fuerza impresionante, una necesidad de reflejar la importancia que tienen las palabras para los seres humanos. Y no sólo las palabras, sino el sonido de éstas. Perseguimos los sonidos descifrables de las palabras. En momentos en que las ausencias se marcan de manera importante una de las cosas que extrañamos es el sonido de las palabras. Y entonces buscamos encontrarlas en otros. Y, aunque no hablemos, dejamos que el sonido de las palabras de los demás nos confirmen la humanidad. Cuando llega el silencio y uno se encuentra de frente con sus propios pensamientos, también hechos de palabras, puede corroborar que los sonidos más crueles y sinceros son aquellos que resuenan en nuestra propia cabeza. Nuestras propias palabras de las que no podemos, aunque lo deseemos, huir. Yo, por lo mientras, duermo con la televisión prendida.

2 comentarios:

Mariana Coronel de Guerra en Tiempos de Paz dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Mariana Coronel de Guerra en Tiempos de Paz dijo...

Las palabras de Juan José Castelli, orador de la Primera Junta, son como la lluvia veraniega de Chuquisaca, caen finamente durante la tarde, y en toda la noche no paran, se vuelven estridentes. Coincido contigo que no es una típica "nueva novela histórica", inicia implacable golpeando nuestro sentido de lo humano, molestándonos; sería un tumor en la lengua si nosotros también fuésemos héroes.