martes, noviembre 11, 2008

Sólo ese hombre (fragmento)


Sentía la entrepierna húmeda, necesitada. Con los ojos cerrados disfrutaba el paseo que la lengua de ese hombre estaba dando a lo largo y ancho de su cuerpo. Los besos que de repente se volvían mordiscos la enervaban al grado de tener que arquear la espalda pensando que podía elevarse hacia el cielo. En esos momentos era leve como una pluma, frágil como un diente de león. Ese hombre la tocaba con paciencia, con infinita suavidad. Sus manos recorrían todas las partes de su cuerpo. Avanzaban presurosas, se detenían, giraban, se retorcían. Ella aspiraba el aire de la cueva. Sabía que entraba por su nariz como niebla azul y después escapaba por su boca como aliento rojo, encendido, crepuscular. Ese hombre la sabía de memoria y se regocijaba en su conocimiento. Con toda la alevosía del caso humedecía su lengua o dejaba resbalar los dedos como patas de inofensiva araña por los costados de sus piernas. Ella lo dejaba deslizarse como en un tobogán sin fondo. El deseo le crecía en racimos, en llamaradas. Se sabía casi consumida cuando ese hombre tomaba su cintura y se acomodaba sobre ella. Comenzaba a girar el techo lleno de puntas de piedra que amenazaban con derrumbarse en cualquier momento. Comenzaba a inundarse el lecho de piedras y el arroyuelo que corría a los pies, justo en medio de la gruta, cambiaba repentino de color. Ella lo sentía y sólo entonces sabía. Sólo entonces. Ese hombre tenía los argumentos y las armas. Poseía las razones y los actos. Y ella lo sabía. Y lo entendía. Y se entregaba. Mansamente se ponía a horcadas sobre ese hombre y dejaba que la memoria del instinto se manifestara. Lo cabalgaba con la rabia y con la calma, con el tiempo y con el miedo. Ese hombre la miraba, nunca cerraba los ojos, nunca se daba tregua. Afuera la noche caía blanda sobre los árboles y las piedras. Ella notaba que la noche había llegado cuando el rostro del hombre se le desaparecía y sólo veía, a veces, la silueta de su cuerpo contra la entrada de la gruta. O veía en sus ojos la luz de la luna o las estrellas que el arroyuelo que corría en medio de la cueva reflejaba. Era entonces el tiempo de la tregua. El tiempo del abrazo. Del silencio y la inmovilidad. El tiempo de la presencia cierta. Natalia nunca lo sabría, pero ése era el tiempo en el cual ese hombre decidía cerrar los ojos y dejarse arrastrar al territorio del sueño. No en términos del descanso, sino en los de vivir con suma ansiedad la naturaleza del deseo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ese Hombre tiene un nombre

Besitos

Édgar Adrián Mora dijo...

Anónimo:
Ei. Siempre tiene nombre.