jueves, junio 23, 2011

No hay colectividad en ningún sitio

Terminé de leer hace algunas semanas Apocalipsis de D. H. Lawrence, un libro publicado de manera póstuma que indaga sobre una interpretación ilustrada y de metafórica "revelación" de lo que las escrituras del San Juan desde la Isla de Patmos anuncia. El libro está lleno de ideas acerca de ese libro del Nuevo Testamento en La Biblia, del cual afirma que es el único que desentona dentro del cuadro general de las demás escrituras.
         Hay un halo ahí, afirma, del Viejo Testamento y la mitología e imagen del Dios de los hebreos, pero también hay una recuperación consciente de infinidad de símbolos asociados al paganismo y las manifestaciones religiosas anteriores al cristianismo. Reflejo de esto es la sobrevivencia de un orden numerológico en lo que respecta de las bestias que emergen del mar, los cuernos en la bestia apocalítica, las trompetas, el número de arcángeles, etc. La visión de un cosmos como rector del destino de los hombres está ahí también (una cuestión que se extiende hasta el día de hoy, con la preeminencia que tienen los horóscopos para muchas personas). En fin, una serie de reflexiones que llevan a pensar en un proceso de sincretismo de las tradiciones paganas europeas y del norte de África (baste leer esa descripción del dragón interior de las personas, el mítico espíritu de voluntad que se ubica enrollado a la altura del vientre y que emerge en momentos claves, vid. los cuernos de Moisés o la serpiente que emerge en el medio de los ojos de los faraones egipcios).
          Pero hay un aspecto más contemporáneo lo que llamó mi atención. La reflexión que hace el autor acerca de la epseranza que insufla la aparición de este escrito en un momento de crisis en que el cristianismo es perseguido por el imperio romano y condenado al martirio. Y aparece ahí entonces la revelación de Juan como una promesa en la cual Babilonia (Roma) será destruida y la paz llegará a los hombres de buena voluntad (los cristianos). Es en este punto donde Lawrence introduce un punto de debate trascendente por el momento en que es vislumbrado (anterior a 1930): el debate entre la democracia y los regímenes fascistas que comienzan a emerger en Europa (dice en una parte del texto: "La oligarquía de los mártires comenzó con Lenin, y todo hace suponer que Mussolini es también otro mártir").
          El autor presagia cuestiones que para la época eran apuestas polémicas, pero que hoy son realidades tangibles. La tensión entre colectividad e individualidad es uno de los puntos altos del texto:
Cuando alguien comienza a hablar de las grandes masas populares acerca de su realización como individuos, una vez que todo está dicho y mostrado, aquellos que no son más que seres fragmentarios, incapaces de alcanzar su individualidad, acaban por convertirse en seres envidiosos, resentidos y rencorosos. Todo aquel que está próximo a los seres humanos sabe de su fragmentaria naturaleza, y trata de instaurar una estructura de poder en la que los hombres caigan por su propio peso en la colectividad, ya que no pueden alcanzar su individualidad. Es en esa colectividad donde alcanzarán su realización. Pero si se empeñan en buscar su realización como individuos, tienen que fracasar, porque son fragmentarios por naturaleza. 
Con esto, no asombra que Lawrence se muestre desconfiado de la democracia y de los mecanismos y supuestos que engendra. La carga publicitaria de la democracia como la libertad plena del individuo es cuestionada por el autor, al mencionar que ni siquiera el voto (personal, libre, secreto) está desprovisto de lo que el individuo es dentro de lo colectivo.
Ningún ser humano es, o puede ser, un puro individuo. La masa de los seres humanos sólo dispone de un mínimo atisbo de individualidad, si es que cuenta con algo así. Las masas viven, se mueven, piensan y sienten de forma colectiva, y no experimentan, en la práctica, ninguna emoción, pensamiento o sentimiento de dimensión individual: no son más que fragmentos de una conciencia social o colectiva. Siempre ha sido así y así seguirá.
         El Estado, o aquello a lo que llamamos sociedad como totalidad colectiva, no goza en modo alguno de la dimensión psicológica del individuo. Por eso es un error afirmar que un Estado se compone de individuos. No es así. Está constituido por una serie de seres fragmentarios. Y ninguna acción de índole colectiva, ni siquiera algo tan íntimo como el voto, la realiza un individuo. Siempre se trata de una manifestación de la colectividad, y reviste unas características psicológicas diferentes de las del individuo. 
Esta visión aristocrática (con toda la carga que el término tiene para un heredero de la tradición romántica del siglo XIX) que hurga en una crítica profunda del individualismo como hedonismo separado de las necesidades de una colectividad, es por demás crítica del futuro que ve en las democracias modernas, ésas que a principios del siglo XX hacían patente su intención de hegemonía sobre las demás naciones. Es una cuestión de poder que atañe a los Estados, pero también a los individuos, poniendo un alto contraste en las contradicciones que tal relación representa.
Como ciudadano, como ser perteneciente a un colectivo, el hombre se realiza en la satisfacción de esa sensación de poder. Si pertenece a una de las así llamadas naciones dominantes, su alma se sentirá colmada en la medida del poder o de la fuerza de que goce su pueblo. Si además su país asciende de forma aristocrática hasta la culminación del poder y de la jerarquía, según una determinada escala, se sentirá más complacido por cuanto ocupa un lugar en ese orden jerárquico. pero si su país es fuerte y democrático, le obsesionará la idea de afirmar su poder, y se entrometerá y evitará que otras personas hagan lo que deseen, porque ningún  hombre ha de ser más que otro. Tal es la condición de las modernas democracias, una perpetua intimidación.
          En una democracia, son los matones los que, de forma inevitable, se hacen con el poder. La intimidación es una forma negativa del poder. El Estado cristiano moderno es una fuerza aniquiladora de almas, porque está formado por fragmentos que no constituyen una colectividad organizada, sino sólo una colectividad. En una escala jerárquica, cada una de las partes es orgánica y vital, igual que un dedo es una parte orgánica y vital de mí mismo. Pero, a la larga, toda democracia está llamada a convertirse en algo obseno, porque se compone de miríadas de fragmentos desunidos, cada uno de los cuales trata nde representar una falsa totalidad, una falsa individualidad. Las democracias modernas están hechas de millones de partes en conflicto que afirman que son una sola cosa. 

Lawrence remonta esa crítica más allá de la reflexión política, lo lleva al terreno de la psicología al hacer una reflexión atormentada sobre la naturaleza del hombre moderno (de sus contemporáneos) e incide en el terreno de la filosofía y de lo religioso al renegar de lo que hay de maniqueo en el cristianismo. Sin embargo, no es un apocalíptico en términos de pretender sentarse a que el universo se desplome o vuelva a involucionar. Propone acción, propone pensamiento, propone abandonar la noción democrática por poco práctica. Propone búsqueda.
Ése es el lado oscuro del cristianismo, del individualismo y de la democracia, el aspecto del mundo que se ofrece a nuestros ojos. Y es lo mismo que el suicidio, sencillamente. Suicidio individual y masivo y, si el ser humano así lo quisiera, llegaría a ser un suicidio cósmico. Pero, por fortuna, el cosmos no está al alcance de la mano del hombre, y el sol no se extinguirá sólo para darnos satisfacción.
         Sin embargo, tampoco queremos morir. Hemos de renunciar, pues, a nuestra falsa posición, como cristianos, como individuos y como demócratas. Y hemos de dar con un sistema que nos permita vivir pacífica y felizmente, en lugar de atormentados y rodeados de desdichas. 
Con este texto, Lawrence se convierte en precursor y parte de esa secta que, partiendo de obras literarias, logran extrapolar las interpretaciones a cuestiones vivas que atañen a la cultura, a la política, al hombre mismo. Estirpe en la que Lawrence se acompaña de Edward Said o Ricardo Piglia, por ejemplo. La diferencia radica en que el inglés no reniega de su tradición, esa tradición del romanticismo sobreviviente (como sus hijos predilectos, los vampiros) a épocas y visiones del mundo transformadas por el tiempo y su efecto sobre los hombres. El final del libro es una mezcla gozosa entre el más fiel espíritu hippie, el humanismo renovado y una religiosidad de nuevas cepas, la de los tiempos que, hoy todavía, corren.
Mi individualismo es, pues, pura ilusión. Formo parte de un gran todo, del que nunca podré escapar. Pero puedo negar esas relaciones, romperlas y convertirme en una esquirla. Y seré un miserable.
          Tratemos de acabar con nuestros falsos e inorgánicos vínculos, sobre todo aquellos que tienen que ver con el dinero, y restauremos las relaciones orgánicas vivas con el cosmos, el sol y la tierra, con la humanidad, con nuestro pueblo y nuestra familia. Comencemos por el sol, y todo lo demás, lentamente, vendrá por añadidura. 

D. H. Lawrence, Apocalipsis, Madrid, Losada, 2006.

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