jueves, enero 05, 2012

¡Yo soy el Animal? ¿El Animal soy yo!


¿Sobre quién es la historia? ¿Sobre el Gato Vera, artesano claquetero devenido estrella del cine comercial-que-se-vuelve-de-culto? ¿Sobre el Animal, pepenador de lástimas y monarca del reino de su propia miseria? ¿Sobre Letrán, el gordo y acomodaticio director-sensible-sin-huevos-para-el-arriesgue? ¿Sobre Bazaldúa, crítico-promotor-padrote cuyo poder se finca en el resentimiento y en las posibilidades de administrarlo? ¿Sobre el mundo de la creación artística que es al mismo tiempo golem predecible que falsa rebeldía que búsqueda sin sentido ni dirección? ¿Sobre una alegoría de un país en el que sus habitantes se devoran de manera desesperada, nomás por el puro gusto de hacerlo? ¿Una historia sobre todo esto? ¿Una que no tiene nada que ver con esto? ¿Un ajuste cuentas? ¿Qué?

Una película que me encantaría ver filmada es Langosta. Con esas referencias a Chupacabras apocalípticos y racistas. Una cinta con más necesidad de efectismo que posibilidades de interpretación meta-cinematográfica. Con más sesos y sangre que exégesis fílmica. Una película parecida a la novela en la que fue imaginada.

Si Ánima fuera una película, el guión sería una buena cinta de los hermanos Cohen. Lo que es claro es que ningún cineasta mexicano la filmaría. Demasiada mala leche, demasiada incorrección política, demasiada autorreferencia a las propias miserias. La novela se queda en el justo medio de la posibilidad de que rodada pudiera encasillarse en algún género: ni parodia pop cuaronesca (con un Gordo Letrán-Chucho Ochoa, un Gato Vera-García Bernal y un Bichir [cualquiera]-como el Animal), ni exploración del odio a la Iñárritu, ni tesis pretenciosa a la Reygadas. Lo cual es un elogio, por donde se le mire.

El Animal narraba peripecias demenciales y yo las creía y repetía. No me pareció extraño, por tanto, que comenzaran a ocurrirme a mí. Dejé de frecuentar las tierras que todos conocemos y entré, sin saberlo, al mundo fantasma.
El cine es el mundo de sombras, el reino de la luz y de su ausencia. La literatura también. Ánima se aventura en una ficción que crece con el contexto supuesto, con las analogías sospechadas, con el reconocimiento patético de una realidad que se supone existente (o que se ha experimentado). El mundo fantasma de los pleitos adolescentes nacidos en las escuelas de cine (o de escritores, o de pintores, o de ingenieros), de las becas gubernamentales dolorosamente estériles, de los críticos interesados, del regenteo carnavalesco de los castings mediáticos, de lo que se supone “real” detrás de las ficciones finales. El reino fantasma del mundo de la “cultura”.

Nadie comienza por ser enemigo en este país, un enemigo es un lujo y somos demasiado jodidos para apreciarlo.
El odio y la enemistad brotan del reconocimiento. Y de la ausencia de éste. O de la soberbia infinita que implica el no hacer partícipes a los demás cuando se ha obtenido. Participan todos. Los pequeños, los medianos, las rémoras, los consagrados y los insignificantes. Tener un enemigo implica la posibilidad de afirmar la existencia, de sospechar una importancia suficiente para interesar el odio infinito, eterno y programado del otro. Ese otro que no es sino el reverso del espejo. La novela da noticia de esas enemistades, de esos odios, de esas telarañas patéticas construidas de manera improvisada aunque parezcan resultado de un plan maestro. Tener enemigos garantiza poseer un prestigio absoluto. De ahí que el Gato se esfuerce tanto en hacerse odiar.

Ser alma de los festivales y ganar contratos o subsidios son asuntos de los niños de las escuelas de cine, de los hijos de familias con apellidos montados y cinco millones en el banco: Urrunga-Medina, Márquez-Tapia, Arosamena-Finkelstein.
Se habla de México, de Latinoamérica. La referencia inmediata es hacia una sociedad clasista en donde los privilegiados nunca dejan de serlo. En donde los que nacieron con capital material y se forjaron otro tanto intelectual tienen más de la mitad del camino andado. La clase media puede aspirar a comparsa, a buscar los medios para que sus aspiraciones puedan verse coronadas por la cercanía de eso que es el éxito (el triunfo; otra vez, el reconocimiento). Bolaño apuntaba que la clase media latinoamericana (o los escritores que pertenecen a ésta, que la analogía no desmerece) buscaba el respeto, como ancestrales y cinematográficos gángsters. Y ese respeto se gana fuera del contexto nacional en donde la ausencia de enemigos es el peor insulto. Donde nadie realiza una mala reseña, donde los desprecios son privados y las palmadas públicas. El reconocimiento extranjero da noticia del éxito, testimonia la obtención del respeto. Da constancia de existencia.

Para qué contar lo que todos esperan, para qué divertir con un canto, una danza adorable, ropa exagerada y metal; para qué hablar de amor y filmar historias de amor, para qué ser el bufón de los productores aunque cada bufón sueñe que las monedas, los premios, el aplauso, lo redimen de su miseria.
Ánima es una historia universal pero que ocurre (se ubica, se significa incluso) en México. Y, en esa sintonía no puede renunciar a los signos de su educación sentimental. A la idea del padre (su búsqueda, su muerte); a la exploración del odio ancestral, histórico e indefinido; a la soledad como pretexto de asociación con otros solitarios; al patetismo que se justifica por identificación negada; a la existencia de unos otros que por diferentes siempre son menos. Y, sin embargo, la prosa consigue los suficientes matices como para conseguir la atención ininterrumpida, la espera en favor de la sorpresa (que no llega, pero que tampoco importa mucho), la afinación auditiva en la manera de colocar las palabras justas. En una historia bien contada, en suma.

Admiro que defiendan ese vocabulario tan suyo que no rebasa las cien palabras; celebro su arribismo, su rancia estupidez, esa necesidad de tótems municipales. Quédense. Nadie pretende echarlos. Sólo espero que me libren de su interés, que se alejen, que rijan con mano de hierro las fronteras de sus calles y barrios y me condenen a convivir nada más que con el resto del universo.
¿Casi un manifiesto? ¿Un decir el cine por no decir las letras? Porque los ambientes que el autor describe dentro del mundo del celuloide parece replicarse con mínimas diferencias en el planeta de la celulosa. Ahí donde las lealtades, las simpatías, los patetismos, los arribismos y el odio, sobre todo el odio, siempre están presentes. Probablemente es sobreinterpretación, aunque los ecos resuenan más allá del dolby stereo.

Sólo una cosa, última: no esperen la versión fílmica. Es probable que desmerezca en el contraste.

Antonio Ortuño, Ánima, México, Mondadori, 2011.

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