domingo, abril 29, 2012

Los hombres duros no bailan

El viernes me puse enfermo por la tarde. Un dolor estomacal me postró en cama todo el día, me hizo pasar una noche terrible y una mañana de sábado somnolienta. Sin embargo, tuve que animarme a desayunar y a intentar la recuperación porque ese era un gran día. No para mí en específico. Aunque siempre es un alivio despertar un sábado y confirmar que de tu adolorido vientre no ha brotado una criatura alienígena o una lombriz parásita que te haga desear no haber consumido esa empanadita “de cortesía” en un autobús de largo recorrido. También era necesario que me recuperara lo más rápido posible porque La Doctora se tomó muy en serio lo del compromiso de acudir a la boda (pues de eso se trataba, la boda de un amigo muy querido) y se pasó un buen rato de la mañana en el salón. Se veía guapísima. Yo no me esmeré tanto. Primero: porque hacía un calor que auguraba cosas trágicas si me atrevía a usar un traje con corbata y, segundo, porque la invitación decía “semiformal”, que yo entiendo como “con que no llegues con tu playerita de Green Day basta”.  Así que me puse una guayabera (prenda que un Premio Nobel instituyó como de equivalencia formal al smoking de pingüinito), un pantalón que las abuelas llaman “de gabardina”, unos zapatos que no hicieran corto circuito y vámonos. Semiformal a más no poder.
    El croquis del lugar del evento era una desgracia. Añadan a eso la compartida incapacidad de los dos ocupantes del auto para interpretar mapas. Por casi dos horas deambulamos por territorios que nos eran más que desconocidos. En determinado momento nos encomendamos a San Steve Jobs y su omnipotente aplicación de mapitas en el iPhone trendy de La Doctora que nos guió con mucha seguridad, pero con poca eficiencia. Subimos por calles empinadísimas, bajamos por avenidas que parecían no tener salida, deambulamos a la sombra de una hilera de torres eléctricas de alta tensión y cuando el iPhone nos avisó triunfalmente que habíamos llegado al lugar solicitado, sólo descubrimos una bodega que ocupaba casi media cuadra larga, dos perros callejeros que nos veían con curiosidad (o burla, vaya usted a saber lo que piensan los caninos) y una señora de un puesto de chicharrones que nos dijo lo que ya preveíamos: “uy, no. Andan re-perdidos”.  Volvimos a recorrer la zona y llegamos utilizando un GPS que resultó más efectivo: preguntarle a la gente del lugar. Así, con dos horas de retraso, arribamos a la boda. Saludamos a los novios y nos llevaron a nuestra mesa. Los novios lucían radiantes.


Regreso al tiempo de mi periodo como becario del Fonca, allá por 2006. Fue en esa situación que conocí a Alfredo, escritor brillante y amigo querido a partir de esos encuentros en San Luis Potosí y Guanajuato, además de las reuniones posteriores en mi casa o en la suya. Recuerdo sobre todo una cosa de él, en una plática posterior al taller de cuento que dirigió en esa ocasión David Ojeda: Alfredo era el único que tenía un plan de vida que incluía una mujer, hijos y vida de familia. Los demás éramos más bien escépticos, cínicos o, el caso de alguno, renuentes a concebir la vida desde esos parámetros. Pero él lo dijo muy claro: a mí me gustaría tener novia, casarme, criar hijos y todo lo que a los demás les parece parte de continuar con una convención social. En ese entonces no tenía nada de lo que anhelaba. Él sabía cuál era su destino y sólo esperaba la oportunidad de que los hados se lo concedieran. Y se lo concedieron.

Suelo disfrutar mucho ver a la gente feliz. A la gente que ríe, que baila, que vive. Alfredo y Gisela se veían felices. Radiantes. No estaban cumpliendo con una convención solamente, estaban sellando el destino. Al menos el que uno de ellos se había trazado. Sí, ya sé. A algunos les parecerá cursi. A mí me parece coherente después de atestiguar algo que me pareció una cosa maravillosa. Alfredo se puso a bailar con la novia. Él, que le declara una idolatría a cierta exclusivísima música de cámara y, más aún, fidelidad a los magistrales canadienses dioses-únicos-del-mejor-rock-progresivo-del-mundo-(Rush); sin más, se movió al ritmo del Conjunto Áfrika y su “Cumbia de los luchadores”, de las percusiones de “Procura” del buen Chichi Peralta. Los compañeros comensales confirmaron la impresión que yo tenía al ver a Alfredo bailar concentrado sólo en el rostro más que feliz de su esposa. Sí, ya sé, a estas alturas el cursi soy yo.
    Sólo que una de las frases más recurrentes de mi adolescencia y temprana juventud fue aquella de “Los hombres duros no bailan”. Y, mientras no estuvimos dispuestos a intentarlo, lo dimos como una cosa cierta. Tanto que éramos hombres rudos, como que no valía la pena bailar. Y es algo que el tiempo nos ha hecho concebir como una falsedad terrible. Los hombres duros sí bailan. Cuando lo hacen porque el/la otr@ que está a su lado será muy feliz, pueden hacerlo con total concentración.

 Todo esto me ha hecho pensar, pretextos más o menos, que en aquello que concebimos como irreductible, a veces, cuando la felicidad del otro nos importa tanto o más que la nuestra, estamos dispuestos a ceder. Y a aprender. Y a hacer nuevas cosas. Esas cosas que se hacen y se disfrutan juntos. Entonces sí que encontraremos a la persona que sepa volar y, muchas veces también, sabrá bailar. Ahora Alfredo no sólo tiene una pareja con la que baila, también una heredera rocker que acompañará a su padre a escuchar “YYZ”, pero que, seguramente, también bailará cumbias tomada de su mano en medio de las fiestas. De la mano de ese hombre duro que aprendió a bailar.
    Yo sólo les deseo que la felicidad sea el Destino que en aquella plática extraliteraria Alfredo estaba convencido de conseguir. Salud.

No hay comentarios.: