viernes, julio 06, 2012

Horizontes



 A mis estudiantes egresados:
los que resistieron hasta el final de la tormenta. 

Cree que de sus labios brotan palabras. Frases nerviosas como su propio, inquieto, pie. Como sus manos que no entienden de reposos o de comportamiento. Que se mueven a su propio aire, divertidas por la mala jugada que le están haciendo pasar. Como la luz que se vuelve borrosa-clara-borrosa. La luz que le lleva la mirada de los cien ojos que lo miran con atención como, tal vez, nunca lo han visto. También lo escuchan. Con los mismos cien oídos pegados a la misma cabeza de los mismos ojos. Frente a lo que considera multitud no sabe lo que está diciendo. Apenas lo sospecha. Inversión de tiempo, de estrés, de discusiones. De biblioteca, de borrones, de malas caras. Cien, doscientos o más días. Y todo se reduce a este momento, a estos segundos disfrazados de eternidad. A esta semioscuridad que alumbra la pantalla donde sus diapositivas se presentan con disciplina militar, justo como se les pidió: bien peinadas, una detrás de otra, ninguna atropellando a la anterior. Se oyen los murmullos de un grupito al fondo del auditorio, el llanto apagado de un bebé, los incipientes ronquidos del abuelo, los dientes castañeados del mejor amigo, el abrir y cerrar de ojos del prematuro amor. Y él (o ella) se mantiene en pie. En medio de una tormenta que durará poco tiempo, pero que, de sobrevivirla, lo llenará de dicha y nuevos horizontes. Se mantiene a pie firme sosteniendo el timón. Cuando parece que el barco ladea, hace agua y amenaza con voltear, un golpe certero lo regresa a la verticalidad. Se mantiene. Aguarda el interrogatorio, ése que incluye los por qués y los cómos, los así y los de otro modo. Y él (o ella) mira de frente. Seguro de sus respuestas (después afirmará que no se acuerda qué fue lo que dijo; que la memoria de sus hazañas les corresponde a los demás). Viene la espera. El veredicto. El momento en el cual los más funestos presagios le nublan la frente. Sabe que no puede ocurrir cosa fatal. Aquí está: ha vencido a los demonios funestos. Al final escucha con atención lo que ya supone. Lo que sospecha porque otros que han enfrentado lo mismo se lo han dicho. Al final no hay nada. Sólo la vida. Y la posibilidad de hartarse de ella, de consumirse en ella, de fundirse en ella. Se acerca el primer amigo, el primer amor, el primer maestro, uno de los padres. Y el sollozo aflora. Y abre la boca. Y de ésta salen en estampida las luciérnagas.

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