jueves, octubre 30, 2014

¿Las víctimas son inocentes?


La denominada “guerra contra el crimen organizado”, de la cual ahora no se hace mención, dejó al país el saldo terrible de más de 60 000 personas muertas. Es un número gigantesco de historias, tragedias, hijos, padres, esposas, amigos, hermanos, gente que quedó en la orfandad signada por la desaparición de algún ser humano cercano. En aquellos días terribles, que hoy continúan pero con menos notoriedad dado el control que el actual gobierno pretende hacer de la prensa (nótese, por ejemplo, lo que acaba de aprobarse en Sinaloa: los diarios sólo podrán hacer alusión a los boletines gubernamentales en lo que se refiere al tratamiento de información policíaca), era un escándalo compartir en las redes sociales las imágenes que se hicieron cada vez más frecuentes: descabezados, colgados de puentes, acribillados por ráfagas de ametralladoras, personas disueltas en ácido… Incluso los medios, impresos y electrónicos, se enfrentaron a la disyuntiva de hacerlo o sólo describirlo a través de las palabras; en la mayoría de los casos privó lo segundo. Los únicos medios que transmitían el horror literal de los asesinatos cotidianos de esa guerra iniciada por el presidente Felipe Calderón eran los portales de internet que muchos suponían financiados por el crimen (como “El Blog del Narco”). Aún hoy es poco probable que la sangre de las personas que siguen siendo asesinadas en las pugnas relacionadas con las actividades del crimen organizado aparezcan como portada de algún diario (a menos que sean los amarillistas como ¡Alarma!, El metro, El gráfico que, se entiende, su negocio tiene que ver con esas cuestiones).
          Es por estos antecedentes que me sorprende la ligereza con la cual, en días recientes y a raíz de los contenidos producidos por el conflicto en la franja de Gaza, los muros de las redes sociales se han llenado de imágenes que hasta hace poco nos llenaban de terror y de un pudor que justificaba el dejar pasar la posibilidad de comentar acerca de tales gráficas. Muertos por los bombardeos, personas mutiladas, niños muertos hacinados y ensangrentados en un tétrico inventario de muerte. Sobre todo niños. ¿Cuál es el mecanismo que nos orilla a compartir esas imágenes y a guardar silencio o a negarnos a compartir imágenes similares relacionadas con el cotidiano terror de nuestro país? ¿Por qué emitimos sin rubor sentencias indignadas en contra de los soldados invasores pero callamos ante los horrores patrocinados por los cárteles y las acciones desmedidas de las fuerzas de seguridad?
          La única respuesta que me permito ofrecer es que “aquello” le pasa a otros. Ocurre lejos. No tiene mucho que ver con lo que podría ocurrirnos a nosotros. La lejanía y la otredad nos permiten el grito de protesta. No vendrá una bomba a intentar callarme los alaridos de indignación que saltan de manera violenta desde la pantalla. Le pasa a otros y eso me faculta para decirle a los demás, esos sí cercanos, que eso que ocurre al otro lado del mundo está muy mal, que lo sé y es necesario que pare. Y que, para argumentar tal iniquidad, no me importa llenar tu pantalla de niños destrozados por la metralla militar. Lo que me inquieta, como ser humano, es lo siguiente: ¿de qué manera hacer esto transforma o ayuda, de manera eficaz, la situación que de manera tan vehemente denuncio? ¿Hay evidencias de que el primer ministro o el comandante de las fuerzas armadas, de cualquier lado, vea mi publicación y diga “qué terrible”, “debemos parar”?
          La sensación que me queda después de atestiguar toda la indignación traducida en imágenes gore, y después de leer las consignas que otorgan responsabilidad y sentencias a los que suponen culpables, es que los humanos tenemos una gran capacidad para el odio. Que la indignación en realidad esconde una incapacidad de empatía que nos anime a tratar de comprender las motivaciones profundas de lo que ocurre en el mundo. De forzar nuestra perspectiva más allá de adoptar de manera acrítica aquello que dicen los que gritan más fuerte. ¿De qué otra manera se explica que algo que nace como una indignación auténtica y un testimonio de solidaridad se convierta, de repente, en linchamientos en contra de personas cuya única falta es profesar cierta religión o pertenecer a una tradición cultural que la relaciona de manera general e injusta con el grupo que se reconoce como responsable de los crímenes de guerra que se le imputan? He visto la aparición de grupos en redes sociales que piden la expulsión de judíos de México, que añaden fuego a un discurso de odio que, está comprobado, no requiere demasiado combustible. ¿De qué manera eso nos convierte en mejores personas?
          Y que no se lea mal esto. No estoy haciendo una defensa de las acciones militares, desmedidas y por completo criminales, del ejército israelí en este momento en Gaza. Lo que estoy diciendo es que nuestras acciones de “ayuda” se están convirtiendo en otra faceta del odio que, estoy convencido, nos llevarán a la extinción como especie. Que en aras de entender de manera dicotómica las luchas entre los humanos (buenos contra malos) tendemos a ser parte del torbellino de la desinformación y del linchamiento. Incluso contra aquellos, que como los niños palestinos ensangrentados, no tienen nada que ver más allá de ser blancos en apariencia evidentes.
          Más malas noticias: el conflicto que se desarrolla actualmente en esa región está lejos, muy lejos, de solucionarse. Nada ayuda que los dirigentes de ambas partes sean entusiastas decididos a exterminar al otro sin que les importe perecer, junto con un pueblo que no debe concebirse como una unidad indiferenciada, en el proceso. Y no sólo es una cuestión cultural o religiosa como los incendiarios insisten en repetir: hay cuestiones de tipo económico, de geopolítica internacional y de estrategia bélica que rebasa, incluso, a los directamente involucrados.
          Los humanos tenemos, casi como una cuestión genética, tendencia a considerarnos víctimas. Siempre alguien o algo está pasando por sobre nuestros derechos o está malogrando nuestros destinos. ¿Qué tanto esa victimización que se extiende a la identificación con el otro que concebimos como tal nos lleva a idealizarlo porque en la misma medida idealizo mi propia incapacidad de hacer el intento de comprender qué ocurre con ese otro con quien me une el hecho de concebirme pisoteado? Las víctimas son inocentes, siempre. He leído, con verdadero horror cosas como “Hamás no es culpable de nada”, de la misma forma en cómo he leído “No dejaremos que los terroristas maten a nuestras familias”. Siempre asumirse como víctimas puede justificar el más grande de los horrores. Somos una raza de víctimas, como afirmó en un magnífico cuento Héctor Germán Oesterheld. Juan Salvo, El Eternauta, viaja hasta el momento en el cual la bomba atómica explota en Hiroshima. Así se llama ese cuento, por cierto, “Hiroshima” (clic para leer), el remate de ese cuento presagiaba la manera en cómo justificamos la barbarie y la muerte si ésta se acomoda a nuestra visión del mundo:
“Así se justifica Hiroshima. ¿Pero se justifica así el hombre?
Pobre raza de víctimas, el ser humano.
Nadie es culpable.
Nadie es culpable en Hiroshima. Todos fueron víctimas, aún los que lanzaron la bomba.
Nadie es culpable en Nuremberg. Todos fueron víctimas, hasta los que encendieron los hornos.
Nadie es culpable en Hungría. Todos son víctimas. Hasta los tanquistas que entraron en Budapest.
Nadie es culpable, todos, todos son víctimas.
Raza de víctimas, la humanidad.
Pobre patética raza de víctimas, queriendo alcanzar las estrellas…”.

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