martes, noviembre 11, 2014

Chairos, anarquistas y otras “tribus”


Escuché en días pasados en la radio a un mercadólogo que se presentó como “experto en tribus urbanas” y mencionó a un grupo que, según él, representa a una de estas tribus: los chairos. Palabras más, palabras menos, afirmaba que éstos eran jóvenes herederos de los hippies, que vestían de manera “folclórica” y que eran pachecos. Así de reduccionista su definición. ¿Quién me manda a escuchar esas cosas?, dirán algunos.
          El caso es que la etiqueta que el mercadólogo utilizó ya la había escuchado y leído en otros contextos. Y con significados distintos del aludido por el “experto”. Según entiendo, el chairo es una persona que protesta por todas las causas que en ese momento formen parte de la agenda coyuntural: la ecología, la política energética, la precarización del trabajo, la corrupción, la inseguridad, la voracidad del capitalismo… Alcanzo a vislumbrar también que la etiqueta es peyorativa, refiere a una especie de actitud acrítica de quien protesta. Es decir, alguien que va a una marcha contra la precarización laboral y al final acude sin bronca por su Cajita Feliz. O alguien que se desgañita en una manifestación reclamando los crímenes del narco, pero en el after party de tal manifestación corre la mota y la coca con singular alegría. Las redes sociales amplifican las acciones del chairo: memes chantajistas con imágenes de niños famélicos, videos descontextualizados, estados que llaman a la revolución…
          Entiendo el sentido de la etiqueta y el hartazgo de aquellos quienes atestiguan el accionar de los primeros. La crítica hacia alguien que ha sido calificado como “chairo” parte en dos sentidos: por un lado, la de aquellos que se asumen superiores, informados y que buscan la “objetividad” para emitir juicios acerca del tema que esté en debate; por el otro, quienes se sienten violentados por el exceso de acciones, discursos e imágenes que se contraponen con su situación vital, ideológica o socioeconómica. Ambos grupos utilizan sin ton ni son la etiqueta para señalar a aquellos que no comparten su visión del mundo o su mesura. De una descripción peyorativa para definir a un militante poco informado ha mutado en un insulto y, por tanto, en una palabra con la que no se quiere estar asociado.
          Y he aquí lo que me interesa cuestionar, sobre todo en estos momentos en los cuales la militancia y el activismo toma nuevas formas de expresión en nuestro país: ¿qué tanto el temor a ser ubicado dentro del espectro que abarca la descripción despectiva de esa etiqueta influye para manifestarse o declararse a favor o en contra de determinada situación? A la renuncia a manifestar la opinión con respecto de una, cualquiera, causa se impone la sustitución de actitudes: el cinismo que se disfraza de ironía fina, la provocación que puede convertirse en troleo, la indiferencia al elegir interesarse en otros temas “menos coyunturales”, el desprecio por los manifestantes que se convierte, a veces de manera imperceptible, en el desprecio por la causa que enarbolan.
          He leído, a raíz de las discusiones, diagnósticos y polémicas despertadas por la tragedia de Ayotzinapa, cuestiones que me parecen síntomas de una parte de la sociedad que hace semejante diferencia con sumisión. Es decir, la negación a formar parte de un colectivo con una causa determinada (pongamos la protesta por la desaparición de 43 estudiantes) a riesgo de parecer igual a la masa, manipulado como la masa, irracional como la masa. La colectividad y el sentido de lo solidario no tiene sus mejores tiempos hoy, sobre todo en sectores de la clase media y la clase alta. Unos asumen el cinismo y la indiferencia, mientras la otra, en forma inconsciente quizás, el desprecio y la sensación de amenaza con respecto de sus privilegios.
          Parte de esa clase alta que se asume amenazada por la virulencia de las últimas protestas es parte de la clase política. Bien dice el escritor Gerardo Sifuentes Marín en uno de sus más recientes posts en Facebook, que estos sectores, representados por las actitudes de líderes de juventudes priistas o por los hijos de los beneficiarios del aparato sindical corporativo, ven amenazado su derecho de herencia de un sistema que más que paternalista pinta casi para monárquico y nobiliario.
          Uno de los argumentos que se esgrimen para negarse a ser parte de la masa es que muchas manifestaciones han derivado en actos violentos. Y que tales actos son llevados a cabo por jóvenes anarquistas cuyas acciones de protesta se traducen en bombas molotov y saqueo de comercios. Entonces se establece una polémica irresoluble acerca de la “identidad” de esos grupos: que si pertenecen a colectivos radicales o si son “infiltrados” del gobierno para desprestigiar a los movimientos de protesta. En muchos sectores prevalece la segunda tesis, puesto que ese mecanismo ha sido utilizado en el pasado por el gobierno para infundir el miedo a la calle y a la posibilidad de ser arrestado sin deberla ni temerla. Yo me permitiría al menos la posibilidad de la duda. Como bien menciona César Valdés, compañero del Posgrado de Estudios Latinoamericanos, los anarquistas no sólo escribieron libros bien interesantes, también derrocaron gobiernos y desestabilizaron regímenes autoritarios. La violencia es la respuesta instintiva, primaria, catalizada por una amenaza evidente: ¿qué mayor amenaza para nuestros jóvenes que la criminalización y la ausencia de perspectivas laborales y profesionales de un sistema agotado?
Y ahí hay una contradicción que tardaremos en asimilar: las manifestaciones se han planteado sólo con una naturaleza: ser pacíficas y no violentas (en el espíritu de Gandhi, MLK y Mandela). Se pide un cambio radical, pero no existe un proyecto de consenso social que lleve a esos cambios radicales. Se pide, parece, que el sistema se reforme a sí mismo, pierda sus privilegios y negocios (legales y no) y se suicide alegremente. Yo creo que no lo va a hacer. A pesar de que el sistema de partidos esté agotado y corrupto en gran parte. Este país está cansado de violencia y no está dispuesto a llegar a una revolución violenta generalizada (a pesar de las experiencias focalizadas en Michoacán, con los grupos de autodefensa, por ejemplo). La gran pregunta es: ¿entonces cómo le hacemos? ¿Cómo transformamos radicalmente una realidad que, por azar incluso, podría afectarnos de manera irremediable? Al mismo tiempo que se pide el derrumbe de lo existente deberíamos estar planteando los cimientos de eso que se supone debería sustituirlo para mejorar la situación. ¿Alguien lo está(mos) haciendo? 

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