domingo, marzo 22, 2015

Es el conocimiento, inútil


 (Publicado originalmente en vozed.org). 
ilustración de Eduardo Mora
ilustración de Eduardo Mora
De manera regular me enfrento, al cuestionar a mis estudiantes acerca del futuro profesional que les espera, con expresiones del tipo: «Me gustaría ser filósofo, pero sé que de eso no se vive, por lo que estudiaré derecho». Los hay también entusiastas de las letras que derivan hacia extremos un tanto alejados de su vocación primera como la administración o los sistemas computacionales. Y no es algo que ocurra de manera azarosa. Mi primera elección profesional fue una ingeniería, porque la mayor parte de las voces que me aconsejaban con respecto de mi elección profesional argumentaba que «ahí había harto varo». Así que hice el examen, conseguí ingresar a la Facultad de Ingeniería y me bastó un semestre para darme cuenta de  que eso no era lo que en realidad quería. Pasé un año deambulando por la Universidad Nacional hasta que al siguiente conseguí ingresar a una carrera más afín como mis intereses.
Esta visión acerca de la inutilidad de determinadas carreras, profesiones y áreas del conocimiento es algo que se replica de manera cada vez más frecuente en todos los ámbitos de la vida humana. Ya Nuccio Ordine en La inutilidad de lo inútil (Barcelona, Acantilado, 2013, se puede leer un extracto aquí) advierte acerca de cómo las universidades e, incluso, los centros de enseñanza básica comienzan a poner reparos con respecto de la pertinencia de eliminar algunas materias del currículo escolar como filosofía, artes plásticas y música. Los recortes para actividades en escuelas que tienen la capacidad de autogobernarse se dirigen, generalmente, hacia estas áreas de «ocio improductivo». Esta es una situación que se refleja de manera recurrente, por ejemplo, en la escuela primaria de Springfield en The Simpsons, donde la crisis de presupuesto siempre impacta a las clases de arte o a la orquesta escolar. Bromas muy en serio.
Esa idea de saberes inútiles se refuerzan en las sociedades actuales a raíz del utilitarismo que el sistema capitalista ha impreso a todos los ámbitos de la convivencia social. Los extremos son aquellas reacciones que se dan incluso en los hogares al respecto, por ejemplo, de la lectura: los padres que consideran que los muchachos que se apoltronan en su cama o que se extienden de manera cómoda sobre el sofá de su casa a leer algo que no sea tarea escolar están sin «hacer nada». Ante la visión de alguien que se mantiene inmóvil, concentrado en una actividad a la que no se le ve provecho inmediato, la respuesta es casi automática: «Ey, tú, que nada más estás ahí echado. Ponte a hacer algo de provecho y saca la basura (levanta tu cuarto, lava los trastos, ayuda a tu hermano en los deberes, acompaña a tu madre al mercado, corre-ve-y-dile-a-la-vecina-que…)». Lo que se hace debe servir para algo. Tal postura, introyectada de manera inconsciente, recuerda de manera eficaz la ideología esgrimida por los hombres grises en la maravillosa fábula Momo de Michael Ende: debemos ahorrar tiempo, para poder tener tiempo. O, de manera distinta: debemos ahorrar dinero, para poder tener dinero. Una tautología en la cual el disfrute de la vida y la solidaridad comunitaria quedan desplazados de manera irremediable, tal como la moraleja de la novela aludida nos muestra.
Esta visión acerca de la inutilidad de determinadas carreras, profesiones y áreas del conocimiento es algo que se replica de manera cada vez más frecuente en todos los ámbitos de la vida humana.
En este mundo tan dado a las veleidades materialistas y en donde el éxito se confunde con la «buena vida», pensar en las utopías de los hombres renacentistas resulta, desde esa misma perspectiva materialista, también ocioso e inútil. Sin embargo, cuando uno piensa en esas personas que decidieron que no sólo deberían diseñar máquinas para la guerra (una de las actividades más «productivas»), o realizar planos de fortificaciones para ciudades en auge económico; sino también escribir poemas, pintar paisajes, reflexionar acerca del lugar que se tiene en el mundo; uno no tiene más opción que añorar los tiempos en que esos hombres podían ser admirados y patrocinados. Y lamentarse porque ese proyecto de «ser humano» de los renacentistas es algo que hoy parece descabellado.
Los gobiernos también consideran que el impulso a los saberes inútiles es innecesario y es lo primero que se castiga. En México, por ejemplo, ante los recortes obligados por una gestión terrible de la economía, lo primero que será acotado en el gasto es, precisamente, la cultura. Esa parte de la sociedad que sólo genera problemas y oposición a las políticas diseñadas por el poder, oposición, por ejemplo, a su propia extinción. Sin embargo, y a pesar de este tipo de «castigos», las industrias del entretenimiento y la creación artística se consolidan en la mayoría de los países occidentales como un factor importante de generación de recursos económicos dentro de lo que los macroeconomistas denominan el Producto Interno Bruto.
Ante estas situaciones que determinan una división (a veces literal, otras imperceptible) entre el conocimiento útil y el inútil, ¿cuál es la identidad que estamos construyendo para definir aquello que hoy concebimos como «ser humano»? Los futuristas italianos, en los inicios del siglo XX, vociferaban de manera provocadora acerca de la idea de que un automóvil era una obra sintetizadora de humanidad más importante y grande que La victoria de Samotracia, una de las esculturas que sobreviven del periodo griego, ¿tenían razón, más allá de la provocación? ¿Qué papel le deparamos, en el futuro inmediato, a esas áreas del quehacer humano que hoy se consideran, o bien privilegio de una élite económica, o bien onanismo inconsciente de los cada vez más empobrecidos sobrevivientes del capitalismo feroz? (Les diría que aquí imaginaran música de violines, pero tal vez eso les parezcainútil).~

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